Mujeres, resistencia y movimientos populares
Francesca Gargallo
Las mujeres saben que si son apresadas o desaparecidas serán violadas. Es la forma de humillar un pueblo típica de las policías del Tercer Mundo, una prueba más de que en México los mecanismos de la así llamada democracia moderna (aquellos que mide el Parlamento Europeo) no son comunes. En Atenco, en 2006, como hace veinte años en Guatemala, en Oaxaca, en 2006, como hace treinta años en Chile, al expresar una posición política contraria a la oficial, las mujeres desafían a los organismos de represión, a sabiendas que ponen en peligro su integridad física y mental de muchos modos, algunos idénticos al riesgo que sufren los hombres, y además el de su derecho a una corporalidad libre de coerción sexual.
Cuando cuatro maestras de la región mixe de Oaxaca, Sandra Pérez Martínez, Rosalba Aguilar, Florinda Martínez y Yeni Araceli Pérez, han sido reportadas como desaparecidas después de la represión brutal sufrida por las y los integrantes de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca el 25 de noviembre, es urgente reflexionar sobre las actividades públicas sociales y políticas de las mujeres y por qué su autodeterminación, y la de otros sectores populares que se pretenden dominados, mueve al despliegue de la brutalidad represiva del Estado.
Las mujeres con su presencia social enfrentan posiciones políticas que ocultan el vínculo entre el clasismo del neoliberalismo y el deseo de control de las jerarquías eclesiásticas, entre el racismo y el sexismo, entre la impunidad de los poderosos y la culpabilización de los sectores que se oponen a ser desaparecidos por la actual, renovada, ola de occidentalización forzada. Se suman a sus colegas, a sus paisanos, a la vez que se juntan entre sí, mujeres con mujeres, con sus cuerpos grandes o enclenques, muchas veces golpeados por padres y maridos. Forman contingentes que marchan mostrando lo que debería ser obvio para cualquiera que no cierre los ojos. Se sientan en plantones, ayunan, se sacan sangre para embadurnar con ella carteles de protesta contra asesinos de manos manchadas, esperan bordando frente a las barricadas, se esconden en casas de amigos para volver, como doña Trinidad Ramírez, siete meses después de la represión contra su pueblo, a reivindicar la política de los afectos y la seguridad de que resistiendo se puede lograr justicia.
Doña Trinidad es esposa de un dirigente popular, Ignacio del Valle, integrante del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra. Es madre de dos prófugos y un preso. Pero es sobre todo una mujer que desafía una orden de aprehensión, volviendo “a una casa que es mía, aunque esté toda destruida. A un pueblo que es mi pueblo. ¡Y lo hago porque quiero ver a mis hijos: América y Alejandro, quiero ver fuera de la cárcel a mi hijo César, a mi esposo Ignacio, a mis compañeras y compañeros!”. Y vuelve a casa un 25 de noviembre, eso es en la conmemoración del día latinoamericano (ahora internacional) contra la violencia hacia las mujeres.
¿Qué son los símbolos? Para un pueblo que resiste son cuerpo de madre, refugio, arma y desafío. Son el medio para refrendar la pertenencia a un proyecto común. Son la forma de reconocerse como humanos. En Atenco, la derrota no se concibe por un símbolo que doña Trini refiere: “En mi pueblo ha pasado algo maravilloso de lo que todos nos sentimos muy orgullosos. Nos dieron un golpe muy fuerte, nos llevaron al fondo, pero no nos tiraron. Pensar que el 5 de mayo, en medio de las cenizas y los vidrios rotos, hubo compañeras que se atrevieron a cargar el megáfono y a salir por todo el pueblo llamando a la gente a movilizarse para que no se rinda, para que siga luchando, es algo que te da escalofríos”.
Los escalofríos del símbolo concreto y materializado: la madre tierra que se defiende mediante la voz de sus hijas. La tradición de resistencia social, de organización de madres de familia, de cooperativistas, de luchadoras por los servicios, que devela aun a los hombres su carácter político de encuentro y diálogo, de asamblea de pluralidades, de trabajo de base. Del otro lado el símbolo del oprobio: la policía, el enemigo ciego. Nada que ver con el amable agente que nos protege de maleantes; no, el concreto rostro del violador. M.R., estudiante de Ciencias Políticas de la UNAM, apresada en una casa cuya puerta fue derribada el 5 de mayo de 2006 por una docena de policías, relata cómo fue golpeada, empujada, insultada, manoseada durante cada uno de los actos de represión que se cometieron en Atenco; y cómo, para terminar de romper su autoafirmación política, fue violada masivamente por los policías cuando ya había ingresado a la cárcel. La violación como método de tortura, como método de control, como método de represión. Un pueblo es lo que las mujeres que lo conforman son.
C.C., maestra de pre-primaria de los Valles Centrales de Oaxaca, integrante de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca, marchista a la Ciudad de México, cuenta cómo en su familia se escandalizaron por sus acciones en el movimiento magisterial. Un tío policía, que la quiere “como a una hija”, cuando lo llamaron a acuartelarse corrió a “ponerla sobre aviso” de lo que podría pasarle: sus hombres tenían la orden de golpear primero a los más débiles para que los más fuertes se vieran obligados a protegerlos. Por supuesto, para el policía los más débiles eran las mujeres. Primera represión en Oaxaca. Mes de agosto de 2006, las mujeres huyen en grupo del asalto policiaco, se esconden bajo las bancas de una escuela resguardada por diez hombres sin armas; luego se avergüenzan de que sus compañeros hayan sido golpeados. Pasan a la acción, se toman una televisión de estado, se vuelven voz de toda su gente. Para los hombres, hoy, ellas son su ejemplo. Para las Madres de Plaza de Mayo, en Argentina, las oaxaqueñas son el símbolo de la América irredenta, la América de sangre antigua, la América libertaria.
Aun antes de la orden de masacrar al pueblo que resiste, dada por Ulises Ruiz a la Policía Federal Preventiva el 25 y 26 de noviembre de 2006, los meses de resistencia activa de los pueblos oaxaqueños habían provocado la rabia de los sectores oficiales, que reaccionaron ocasionando la muerte, desaparición y encarcelamiento arbitrario de por lo menos unas 200 personas, cincuenta de ellas mujeres.
Todos temen la desaparición, es sinónimo de tortura, de golpizas, de incertidumbre; es la vida en la muerte; es el instrumento para provocar un pánico que persiste entre los que “todavía” no han sido privados ilegalmente de su libertad, a la vez que es una forma más de desactivar un movimiento dispersándolo en la búsqueda de las y los desaparecidos. ¿Pueden todos saber que para una mujer la desaparición implica violencia sexual? No es difícil imaginarlo; sin embargo, la cultura moderna del colonialismo (que es necesariamente racista y sexista porque debe lograr que en su libre sistema económico el trabajo de las mujeres no se pague y el de los hombres de los países no centrales sea subvalorado) ha logrado imponer la idea que las mujeres no definen la totalidad, la universalidad. Hasta ahora todos, quiso decir los hombres. Hasta ahora no todos entendían la violación como represión política. Pero en Oaxaca la presencia de las mujeres ha hecho que los hombres se percataran que sin ellas no eran todos. En su presentación de la filosofía tojolabal, Carlos Lenkensdorf hace notar que para que una asamblea sea realmente deliberativa no sólo debe ser plural, sino debe contener la diversidad. Aun cuando haya muchos hombres (pluralidad), no pueden tomarse decisiones sin la presencia de una mujer (diversidad). En Oaxaca, todos, eso es la asamblea del pueblo que resiste, sólo es cuando la presencia de las mujeres se evidencia.
S.R., maestra de la Cañada y parte del pueblo de Oaxaca, como ella misma se definió en una charla que ofreció en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en octubre de 2006, afirma que un movimiento que no reconoce líderes es un movimiento que no puede comprarse, que ahí donde las decisiones son colectivas las mujeres saben que son iguales a los hombres, porque sus saberes diferentes son tomados en consideración. La autonomía de las mujeres para ella es esencialmente política porque se expresa en su decisión de ser colectivo: “Eduqué a mis hijas, así como participé en el sindicato, sabiendo que es más trabajo y que así se ratifica que una es pueblo. Para mí ser mujer nunca ha sido un obstáculo, ha sido una forma de manifestarme. Por eso me llevo bien con las maestras más jóvenes, las que todavía no han vivido todo lo que yo, pero llevan la lucha en las calles de Oaxaca y en sus aulas”.