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GAIA: UNA NUEVA VISION DE LA VIDA SOBRE LA TIERRA
J.E. LOVELOCK (1979)
PREFACIO
El concepto de Madre Tierra o, con el término de los antiguos griegos, Gaia, ha tenido enorme
importancia a lo largo de toda la historia de la humanidad, sirviendo de base a una creencia que aún existe
junto a las grandes religiones. A consecuencia de la acumulación de datos sobre el entorno natural y de
desarrollo de la ecología se ha especulado recientemente sobre la posibilidad de que la biosfera sea algo más
que el conjunto de todos los seres vivos de la tierra, el mar y el aire. Cuando la especie humana ha podido
contemplar desde el espacio la refulgente belleza su planeta lo ha hecho con un asombro teñido de veneración
que es el resultado de la fusión emocional de conocimiento moderno y de creencias ancestrales. Este
sentimiento, a despecho de su intensidad, no es, sin embargo, prueba de que la Madre Tierra sea algo vivo.
Tal supuesto, a semejanza de un dogma religioso, no es verificable científicamente, por lo que, en su propio
contexto, no puede ser objeto de ulterior racionalización.
Los viajes espaciales, además de presentarnos la Tierra desde una nueva perspectiva, han aportado una
ingente masa de datos sobre su atmósfera y su superficie, datos que están haciendo posible un mejor
entendimiento de las interacciones existentes entre las partes orgánicas y las inertes del planeta. Ello es el
origen de la hipótesis según la cual la materia viviente de la Tierra y su aire, océanos y superficie forman un
sistema complejo al que puede considerarse como un organismo individual- capaz de mantener las
condiciones que hacen posible la vida en nuestro planeta.
Este libro es la narración personal de un recorrido por el espacio y el tiempo en busca de pruebas para
substanciar tal modelo de la Tierra, una búsqueda que dio comienzo hace aproximadamente quince años y
cuyas exigencias me han hecho penetrar en los dominios muy diferentes disciplines científicas, de la zoología
a la astronomía.
Tal género de excursiones no está exento de sobresaltos, porque la separación entre las ciencias es
empeño vehemente de sus respectivos profesores y porque cada una de ellas se sirve de un lenguaje secreto al
que es necesario acceder. Por si esto fuera poco, un periplo de tal clase sería, en circunstancias ordinarias,
extravagantemente caro y muy poco productivo en resultados científicos; sin embargo, del mismo modo que
entre las naciones continúan los intercambios comerciales aun en tiempo de guerra, resulta posible para un
químico adentrarse en terrenos tan lejanos de su propia discipline como la meteorología o la fisiología si tiene
algo que ofrecer a cambio, habitualmente en forma de instrumental o de técnicas. En lo que a mí respecta, fue
el denominado detector de captura de electrones, uno de los instrumentos que diseñé durante mi fructífera
aunque breve época de, colaborador con A. J. P. Martin, creador, entre otros importantes avances, de la
técnica de analítica química conocida como cromotografía de gases. Pues bien, el mencionado aparato es de
una exquisita sensibilidad en la detección de rastros de determinadas substancias químicas gracias a la cual
pudo determinarse que los pesticidas están presentes en los organismos de todas las criaturas de la Tierra, que
restos de estas substancias aparecen tanto en los pingüinos de la Antártida como en la leche de las madres
lactantes norteamericanas. Este descubrimiento propició la escritura del libro de Rachel Carson “Silent
Spring”, obra enormemente influyente, al poner a disposición de la autora las pruebas necesarias para
justificar su preocupación por el daño que estos ubicuos compuestos tóxicos infligen a la biosfera. El detector
de captura de electrones ha seguido demostrando la presencia de minúsculas pero significativas cantidades de
otras substancias venenosas en lugares que deberían estar absolutamente libres de ellas. Entre estos intrusos
se cuentan el PAN (peroxiacetil nitrato), uno de los componentes tóxicos del smog de Los Ángeles, los PCB
(policlorobefenilos), hallados hasta en los más remotos entornos naturales y, muy recientemente, los
clorofluorocarbonos y el óxido nitroso de la atmósfera, substancias que resultan perjudiciales para la
integridad del ozono estratosférico.
Los detectores de captura de electrones fueron indudablemente los objetos más valiosos de entre el
conjunto de bienes canjeables que me permitió realizar mi búsqueda de Gaia a través de muy diversos
territorios científicos y viajar, literalmente ahora, alrededor del mundo. Con todo, aunque mi disposición al
intercambio hizo factible las excursiones interdisciplinarias, su realización concreta no fue empresa fácil
porque, en el transcurso de los últimos quince años, las ciencias de la vida han experimentado grandes
convulsiones, particularmente en las áreas donde la ciencia se ha visto inmersa en los procesos del poder.
Cuando Rachel Carson nos advierte de los peligros que conlleva la utilización masiva de compuestos
químicos venenosos, lo hace con argumentos que presentan al modo de un abogado, es decir: seleccionando
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un conjunto de hechos con el que justifica sus tesis. La industria química, viendo sus prerrogativas en
entredicho, se defiende respondiendo con otro grupo de argumentos seleccionados. Aunque esta forma de
denuncia es un modo excelente de lograr que se haga justicia en los aspectos del problema que afectan
globalmente a la comunidad (lo que en el caso citado quizá la haga científicamente disculpable) parece
haberse constituido en modelo a seguir: gran parte de las discusiones o las argumentaciones científicas
actuales relativas al medio ambiente dejan un intenso regusto a sala de tribunal o a encuesta pública. Nunca
se repetirá demasiado que, si bien tal modo de hacer las cosas puede ser de provecho para el proceso
democrático de la participación pública en los asuntos de interés general, no es la mejor forma de descubrir
verdades científicas. Se dice que, en las guerras, las primeras heridas las sufre la verdad: no es menos cierto
que su utilización selectiva para justificar la formulación de veredictos la debilita considerablemente.
Cuando de asuntos medioambientales se trata, la comunidad científica parece estar dividida en
grupos beligerantes colectivizados, en tribus enfrentadas cuyos miembros sufren fuertes presiones por parte
de los dogmas oficiales respectivos para que se adecúen a ellos. Si bien los seis primeros capítulos del libro
se ocupan de materias no todavía no, al menos- socialmente conflictivas, los seis últimos, cuyo tema es la
relación entre Gaia y la humanidad, se sitúan de lleno en la zona de hostilidades.
Sir Alan Parker decía en su obra Sex, Sciencie and Society que “la ciencia puede ser seria sin ser
sacrosanta”, sabia afirmación que he procurado tener presente a lo largo de todo el libro aunque, a veces, la
tarea de escribir para el lector no especializado sobre temas cuyo lenguaje es normalmente esotérico pero
preciso ha podido conmigo, por lo cual ciertos fragmentos pueden parecer infectados tanto de
antropomorfismo como de teleología.
Utilizo a menudo la palabra Gaia como abreviatura de la hipótesis misma, a saber: la biosfera es una
entidad autorregulada con capacidad para mantener la salud de nuestro planeta mediante el control el entorno
químico y el físico. Ha sido ocasionalmente difícil, sin acudir a circunlocuciones excesivas evitar hablar de
Gaia como si fuera un ser consciente: deseo subrayar que ello no va más allá del grado de personalización que
a un navío le confiere su nombre, reconocimiento a fin de cuentas de la identidad que hasta una serie de
piezas de madera y metal puede ostentar cuando han sido específicamente diseñadas y ensambladas, del
carácter que trasciende a la simple suma de las partes.
Al poco de concluir este libro llegó a mis manos un artículo de Alfred Redfield publicado en el
American Scientist de 1958 donde se formulaba la hip6tesis de que la composición química de la atmósfera y
de los océanos estaba controlada biológicamente, hipótesis basada en la diferente distribución de ciertos
elementos. Me alegra haber tenido noticia de la contribución de Redfield a la hipótesis de Gaia a tiempo de
reconocerla aquí, aunque soy consciente de que muchos otros se habrán hecho reflexiones semejantes y
algunos las habrán publicado. La noción de Gaia, de una Tierra viviente, no ha sido aceptable en el pasado
para la corriente principal de la ciencia, por lo que las semillas lanzadas en época anterior han permanecido
enterradas, sin germinar, en el profundo humus de las publicaciones científicas.
Un libro cuya materia tiene una base tan amplia como la de éste requirió amplias dosis de
asesoramiento, generosamente prestado por gran número de colegas científicos que pusieron a mi disposición
su tiempo para ayudarme; de entre todos ellos quiero hacer especial mención de la profesora Lynn Margulis
de Boston, mi constante ayuda y guía. Estoy también en deuda con el profesor C. E. Junge de Mainz y el
profesor Bollin de Estocolmo, los primeros en animarme a escribir sobre Gaia, así como con el doctor James
Lodge de Boulder, Colorado, Sidney Epton de la Shell Research Ltd. y Peter Fellgett de Reading, que me
instó a seguir investigando.
Deseo expresar mi especial gratitud a Evelyn Frazer, que transformó el borrador de este libro, abigarrado
amasijo de párrafos y frases, en un texto legible, realizando tan competentemente esta tarea que el resultado
final es aquello que era mi intención decir expresado del modo que yo hubiera elegido de haber sido capaz de
ello.
Quiero, por último, dejar constancia de una deuda con Helen Lovelock que se encargó no sólo de
realizar el borrador mecanografiado, sino también de crear el entorno que hizo posible tanto la reflexión como
la escritura. Al final del libro y agrupados por capítulos, incluyo la relación de las fuentes de información
utilizadas y de lecturas adicionales, así como algunas definiciones y explicaciones sobre los términos y los
sistemas de unidades y medidas empleadas en el texto.
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1. PRELIMINARES
Mientras esto escribo, dos naves espaciales Viking orbitan alrededor de Marte en espera de las órdenes
que, procedentes de la Tierra, las harán posarse sobre la superficie del planeta. Su misión consiste en
dilucidar la presencia de vida o, en su defecto buscar pruebas de su presencia en un pasado próximo o remoto.
El propósito de este libro es efectuar una indagación equivalente: La búsqueda de Gaia es el intento de
encontrar la mayor criatura viviente de la Tierra. Nuestro peregrinaje quizá no revele otra cosa que la casi
infinita variedad de formas de vida surgidas en el seno de la transparente envoltura de aire que constituye la
biosfera. Pero si Gaia existe, sabremos entonces que los muy diferentes seres vivos que pueblan este planeta,
especie humana incluida, son las partes constitutivas de una vasta entidad que, en su plenitud goza del poder
de mantener las condiciones gracias a las cuales la Tierra es un habitat adecuado para la vida.
La búsqueda de Gaia comenzó hace más de quince años, coincidiendo con los primeros planes de la
NASA (National Aeronautics and Space Administration) estadounidense encaminados a resolver la incógnita
de la existencia de vida en Marte. Resulta por consiguiente obligado iniciar este libro rindiendo homenaje a la
increíble expedición marciana de esos dos vikingos mecánicos.
A principios de los sesenta solía hacer frecuentes visitas a los Laboratorios de Retropropulsión del
Instituto Tecnológico de California en calidad de asesor de un equipo –posteriormente dirigido por Norman
Horowitz, biólogo espacial de la máxima competencia- cuyo objetivo principal era la puesta a punto de
métodos y sistemas que permitieran la detección de eventuales formas de vida en Marte y otros planetas.
Aunque mi función específica era el asesoramiento en ciertos problemas comparativamente simples de diseño
de instrumentos, me sentí cautivado y como hubiera podido ser de otro modo en alguien que había crecido
deslumbrado por Verne y Stapledon por la posibilidad de estar presente en unas reuniones donde el tema a
discusión, eran los planes del estudio de Marte.
En aquella época, la planificación de experimentos se basaba sobre todo en el supuesto de que la
obtención de pruebas de vida en Marte tendría características muy similares a ese mismo proceso desarrollado
en la Tierra. Por ejemplo: una de las series experimentales propuestas habría de ser realizada por un ingenio
que era, a todos los efectos, un laboratorio automatizado de microbiología, cuyo cometido consistiría en tomar
muestras del suelo marciano y estudiarlo, para dilucidar si su naturaleza permitía la aparici6n de bacterias,
hongos u otros microorganismo s. Se habían ideado experimentos edáficos adicionales para poner de
manifiesto los compuestos químicos indicativos de vida: las proteínas, los aminoácidos y, en particular, las
substancias 6pticamente activas que desviaran los rayos de luz polarizada en sentido anhihorario, tal como
hace la materia orgánica. Tras cosa de un año, y posiblemente a causa de no estar involucrado de manera
directa, mi fervor inicial por el problema empezó a remitir, comenzando al mismo tiempo a formularme
preguntas de índole sumamente práctica, como por ejemplo, “Lo que nos asegura que la vida marciana, de
existir, se nos revelará mediante unas pruebas diseñadas según la vida terrestre?”; otras preguntas sobre la
naturaleza de la vida y su reconocimiento eran todavía mis conturbadoras.
Algunos de mis colegas aún entusiastas de los Laboratorios confundieron mi creciente escepticismo
con cínica desilusión y me interrogaron razonablemente sobre mis alternativas. En aquellos años mi respuesta
era indicar vagamente que yo, en su lugar, me preocuparía en especial de la disminución de la entropía, puesto
que es algo común a todas las formas de vida. Esta sugerencia, comprensiblemente, era considerada poco
práctica en el mejor de los casos; otros opinaban que era producto de la ofuscación pura y simple, ya que
pocos conceptos físicos han originado tanta confusión y tantos malentendidos como el concepto de entropía.
Es casi sinónimo de desorden y, sin embargo, en tanto que medida de la tasa de disipación de la energía
térmica de un sistema dado, puede expresarse pulcramente en términos matemáticos. Ha sido la maldición de
generaciones enteras de estudiantes y para muchos está ominosamente asociada con la degradación y la
decadencia, dado que su expresión en la segunda ley de la termodinámica (indicando que toda la energía se
disipará más tarde o más temprano en forma de calor y dejará de estar disponible para la realización de trabajo
útil) implica la inevitable y predestinada muerte térmica del Universo.
A pesar del rechazo a mi sugerencia, la idea de la disminución o la inversión de la entropía como signo
de vida se había implantado en mi mente. Fue madurando poco a poco, hasta que, con la ayuda de muchos
colegas (Dian Hitchcock, Sidney Eptonn, Peter Simmonds y especialmente Lynn Margulis) se transformó en
la hipótesis que constituye el tema de este libro.
Cuando, después de las visitas a los Laboratorios de Retropropulsión, volvía a casa (situada en la
apacible campiña de Wiltshire), dedicaba muchos ratos a leer y a reflexionar sobre la auténtica naturaleza de
la vida y sobre cómo podría reconocérsela con independencia de lugares y de formas. Confiaba en que,
revisando la literatura científica, terminaría por encontrar en alguna parte una definición de la vida como
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proceso físico que pudiera servir de punto de partida para diseñar experimentos encaminados a detectarla;
para mi sorpresa pude comprobar que era muy poco lo escrito sobre la naturaleza misma de la vida. El interés
actual por la ecología y la aplicación del análisis de sistemas a la biología estaban en mantillas; en aquellos
días, sobre las ciencias de la vida pesaba un academicismo inerte y polvoriento. Eran incontables los datos
acumulados sobre prácticamente cualquier aspecto de las distintas especies de seres vivos, pero el aluvión de
hechos ignoraba la cuestión central, la vida misma. En el mejor de los casos, los artículos científicos de otro
planeta llegados a la Tierra en viaje de estudios consiguieran un televisor y dictaminaran sobre él. El químico
señalaría que en su confección entraban la madera, el vidrio y el metal, mientras que para el físico seria una
fuente de radiación de luz y calor y el ingeniero haría notar que las ruedecillas eran demasiado pequeñas y
estaban mal colocadas para que pudiesen rodar suavemente sobre una superficie plana. Pero nadie diría nada
sobre lo que era en realidad.
Lo que aparentemente es una conspiración de silencio puede deberse, en parte, a la fragmentación de
la ciencia en disciplinas aisladas, cuyos especialistas respectivos suponen que los demos se habrán encargado
de la tarea. Algunos biólogos pueden pensar que el proceso de la vida queda adecuadamente descrito
mediante la expresión matemática de conceptos físicos o cibernéticos, al tiempo que ciertos físicos dan por
supuesta la descripción objetiva de dicho proceso en los recónditos vericuetos de las publicaciones dedicadas
a la biología molecular, material cuya lectura siempre queda relegada ante tareas más urgentes. Pero la causa
más probable de nuestra cerrazón ante este problema es que entre nuestros instintos heredados hay ya un
programa muy rápido y eficiente destinado al reconocimiento de la vida, una memoria “read-only”, en la jerga
de la informática. Reconocemos automática e instantáneamente a los seres vivos, ya sean animales o
vegetales, característica que compartimos con los demás miembros del reino animal; este eficaz proceso de
reconocimiento inconsciente se desarrolló, con toda certeza, como factor de supervivencia. Un ser vivo puede
ser multitud de cosas para otro: comestible, mortífero, amistoso, agresivo o pareja potencial, posibilidades
todas de primordial importancia para el bienestar y la supervivencia. Nuestro sistema de reconocimiento
automático de lo vivo parece sin embargo haber paralizado la capacidad de pensamiento consciente sobre qué
define a la vida. ¿Por qué habríamos de necesitar definir lo que, gracias a nuestro sistema de reconocimiento
innato, resulta obvio e inconfundible en todas y cada una de sus manifestaciones? Quizá por esa misma ra zón
es un proceso cuyo funcionamiento no depende de la mente consciente, como el piloto automático de un
avión.
Ni siquiera la reciente ciencia de la cibernética, con su interés por los modos de funcionamiento de
todo género de sistemas (desde el complejo proceso de control visual que posibilita la lectura de esta página a
la simplicidad de un depósito de agua provisto de una válvula) ha prestado atención al problema; aunque
mucho ha sido lo dicho y lo escrito sobre los aspectos cibernéticos de la inteligencia artificial, continua
incontestada la pregunta de cómo definir la vida en términos cibernéticos, cuestión, además, raramente
debatida.
En el transcurso del presente siglo, algunos físicos han intentado definir la vida. Bernal, Schroedinger
y Wigner Ilegaron los tres a idéntica conclusión general: la vida pertenece a esa clase de fenómenos
compuestos por sistemas abiertos o continuos capaces de reducir su entropía interna a expensas, bien de
substancias, o bien de energía libre que toman de su entorno, devoliéndolas a éste en forma degradada. Esta
definici6n es difícil de captar y excesivamente vaga para que resulte aplicable a la detección específica de
vida. Parafraseándola toscamente, podríamos decir que la vida es uno de esos fenómenos surgidos allí donde
haya un elevado flujo de energía. El fenómeno de la vida se caracteriza por su tendencia a la
autoconfiguraci6n como resultado del consumo de substancias o de energía antedicho, excretando hacia el
entorno productos degradados.
Resulta evidente que esta definición es aplicable a los remolinos de un arroyo, a los huracanes, a las
llamas o incluso a ciertos artefactos humanos como podrían ser los refrigeradores. Una llama asume una
forma característica, necesita de un aporte adecuado de combustible y de aire para mantenerse y no podemos
dejar de advertir que el precio a pagar por una bella y agradable fogata al aire libre es el derroche de energía
calorífica y la emisi6n de gases contaminantes. La formaci6n de llamas reduce localmente la entropía, pero el
consumo de combustible significa un incremento de la entropía global.
A despecho de su amplitud y vaguedad, esta clasificaci6n de la vida indica al menos la dirección
acertada. Sugiere, por ejemplo, que existe una frontera o interfase entre el área “fabril” que procesa el flujo de
energía o las materias primas, con la consiguiente disminuci6n de la entropía, y el entorno que recibe los
desechos generados por este procesamiento. Sugiere también que los procesos de la vida o los que a ellos se
asemejan requieren un aporte energético por encima de un determinado valor mínimo para iniciarse y para
mantenerse. Un físico decimonónico, Reynolds, observó que las turbulencias de líquidos y gases aparecían
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(únicamente cuando el flujo superaba un cierto nivel crítico en relación con las condiciones locales. Para
calcular la magnitud dimensional de Reynolds basta conocer las propiedades del fluido en cuestión y sus
condiciones locales de flujo. De modo semejante: para que aparezca la vida, el flujo de energía ha de ser lo
suficientemente importante, no sólo en cuantía sino también en calidad, en potencial. Si, por ejemplo, la
temperatura de la superficie del Sol fuera de 500, centígrados en lugar de serlo de 5.000, y su distancia a la
Tierra se redujera correspondientemente, de tal modo que recibiéramos la misma cantidad de calor, las
diferencias climáticas respecto a las condiciones reales quizá fueran escasas, pero la vida nunca habría hecho
acto de presencia. La vida requiere una energía lo bastante potente como para romper las uniones químicas:
la mera tibieza no basta.
Si fuéramos capaces de establecer magnitudes adimensionales como la de Reynolds para caracterizar
las condiciones energéticas de un planeta estaríamos en condiciones de construir una escala cuya aplicación
nos permitiría predecir dónde sería posible la vida y dónde no. Aquellos que, como la Tierra, reciben un flujo
continuo de energía solar superior a los mencionados valores críticos estarían en el primer supuesto, mientras
que los planetas exteriores, mas fríos, caerían dentro del segundo.
En la época citada, sin embargo, poner a punto un medio experimental de detección de la vida con
validez universal basado en la disminución de entropía aparentaba ser una tarea poco prometedora.
Asumiendo, a pesar de todo, que la vida habría de servirse siempre de los medios fluidos la atm6sfera, los
océanos o ambos- utilizándolos como cintas transportadoras de materias primas o de productos de desecho, se
me ocurrió que parte de la actividad asociada a las intensas reducciones de entropía características de un
sistema viviente pasaría al entorno empleado como vehículos de transportes modificando su composici6n. La
atmósfera de un planeta en el que hubiera vida sería por lo tanto netamente distinguible de la atm6sfera de
otro desprovisto de ella.
Marte carece de océanos. La vida, de haber aparecido, habría tenido que hacer uso de la atmósfera o
estancarse. Por tal motivo, Marte parecía un planeta apropiado para emplear un sistema de detección de vida
basado en el análisis químico de la atm6sfera. Tal enfoque ofrecía además la nada desdeñable ventaja de que
su realización no se vería influenciada por el lugar de descenso del vehículo espacial: la mayoría de las
técnicas experimentales de detección de vida son eficaces únicamente en el marco de una zona concreta. Ni
siquiera en nuestro planeta las técnicas locales de identificación darían mucho fruto si el aterrizaje se
produjera en el centro de un lago salobre, en el desierto del Sáhara o en el manto de hielo que cubre la
Antártida.
Habían alcanzado este punto mis reflexiones cuando Dian Hitchcock visitó los Laboratorios. Su tarea
era comparar y evaluar la lógica y el potencial informativo de las muchas sugerencias suscitadas por el
problema de la detección de vida en Marte. La noción del análisis atmosférico como medio de detectar la
presencia de vida le resultó atractiva y nos pusimos a desarrollar la idea juntos. Utilizando nuestro propio
planeta como modelo empezamos a examinar hasta el punto que podíamos obtener indicaciones fiables de la
presencia de vida conjugando determinaciones tales como la composición química de la atmósfera, la cuantía
de la radiación solar y las masas oceánicas o continentales.
Los resultados obtenidos nos convencieron de que la única explicación factible de la atmósfera de la
Tierra, altamente improbable, era su manipulación diaria desde la superficie, y que el agente manipulador era
la vida misma. El significativo decremento de la entropía -o, como un químico diría, el persistente estado de
desequilibrio entre los gases atmosféricos era, por sí mismo, prueba evidente de actividad biológica.
Piénsese, por ejemplo, en la presencia simultánea de metano y oxigeno en nuestra atmósfera. A la luz del sol
estos dos gas es reaccionan químicamente para dar dióxido de carbono y vapor de agua. La tasa de reactividad
es tan grande que, para mantener constantes el metano del aire, es necesario introducir en la atmósfera 1.000
millones de toneladas de este gas, cuando menos, cada año. Hay que contar también con los medios
requeridos para reemplazar el oxígeno gastado en la oxidación del metano, teniendo en cuenta que ello exige
al menos dos veces más oxígeno que metano. Las cantidades de ambos gases necesarias para mantener
constantes la extraordinaria mezcla atmosférica de la Tierra tendrían, en un entorno inerte, un altísimo grado
de improbabilidad.
Así pues, mediante una técnica comparativamente sencilla, era posible obtener pruebas convincentes
de la existencia de vida en la Tierra, pruebas que además, eran obtenibles utilizando un telescopio infrarrojo
situado en un punto tan lejano como podría ser Marte. La misma regla se aplica a los demos gases de la
atmósfera, especialmente al acoplamiento o conjunto de gases reactivos que constituyen el grueso de su
volumen. La presencia en ella de óxido nitroso y de amoníaco es tan anómala como la de metano. Hasta el
nitrógeno gaseoso está fuera de lugar, porque si pensamos en los vastos océanos terrestres, parecería lógico el
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que este elemento se presentara bajo la forma, químicamente estable, de ión nitrato disuelto en las aguas
oceánicas.
Estibamos a mediados de la década de los sesenta, sin embargo: nuestros hallazgos y conclusiones
disonaban chirriantemente en el contexto de la geoquímica convencional. Con algunas excepciones
especialmente Rubey, Hutchinson, Bates y Nicolet los geoquímicos consideraban la atm6sfera como el
producto final del desprendimiento planetario de gases y mantenían que su estado presente era consecuencia
de reacciones subsiguientes acaecidas en el seno de procesos abiológicos. El oxigeno, por ejemplo,
procedería únicamente de la emisión de vapor de agua en sus componentes originarios: al escapar el
hidrógeno al espacio quedaba tras él un exceso de oxigeno. La vida se limitaba a tomar prestados gases de la
atmósfera y a devolverlos a ella como los había recibido. Para nosotros, por el contrario, la atmósfera era una
extensión dinámica de la biosfera misma. No resultó sencillo encontrar una publicación que quisiera acoger
en sus paginas una noción tan radical, pero tras diversos rechazos dimos con un editor, Carl Sagan, que
accedió a darle cabida en su revista, karus.
Considerándolo tan sólo como un medio para detectar la presencia de vida, el análisis atmosférico
tuvo, no obstante, un gran éxito. Los datos con que se contaba en aquellos años eran suficientes para afirmar
que la atmósfera marciana era básicamente dióxido de carbono; no había signos de que sus características
químicas fueran tan exóticas como las de la Tierra. Ello implicaba que Marte, probablemente, fuera un
planeta muerto, noticia no precisamente grata para quienes patrocinaban nuestros proyectos de investigaci6n
espacial. Para empeorar todavía más las cosas, el Congreso estadounidense decidió, en septiembre de 1965,
abandonar el primer programa de exploración de Marte, denominado entonces Voyager. Durante
aproximadamente un año después de esa fecha, las ideas relativas a la búsqueda de vida en otros planetas no
recibirían la mejor de las acogidas.
La exploración del espacio ha sido siempre un excelente blanco para quienes buscan dinero para una
causa u otra, aunque su costo es – muy inferior al de muchos fracasos tecnológicos pedestres y anticuados. Por
desgracia, los apologistas de la ciencia espacial parecen quedar siempre sumamente impresionados por cosas
tales como las sartenes no adherentes y los rodamientos perfectos. A mi modo de ver, el mejor subproducto
de la investigación espacial no es precisamente nueva tecnología sino que, por primera vez en la historia de la
humanidad, hemos tenido oportunidad de contemplar la Tierra desde el espacio: la información proporcionada
por esta visión exterior de nuestro planeta verdeazul, en todo el esplendor de su belleza, ha dado origen a un
nuevo conjunto de preguntas y respuestas. De forma semejante, el reflexionar sobre la vida marciana supuso
la adquisición de una nueva perspectiva desde la que considerar la vida en la Tierra, lo que nos llevó a su vez
a formular una nueva explicación a revivir quizá una muy antigua- de la relación entre la Tierra y su biosfera.
Por lo que a mí respecta, tuve la gran fortuna de recibir una invitación de la Shell Research Limited a
estudiar las posibles consecuencias globales que sobre la contaminación atmosférica tendrían causas tales
como la tasa de consumo, siempre en aumento, de los combustibles f6siles, invitación que llegaba en el nadir
de la investigación espacial, en 1966, tres años antes de la formación de Amigos de la Tierra; ese colectivo, y
otros grupos de presión de parecidas características, se encargarían de poner el problema de la contaminación
en la vanguardia de las preocupaciones de la opinión pública.
Los científicos independientes, como los artistas, necesitan de los mecenas, aunque ello no tiene
porque implicar una relación de posesión: la libertad de pensamiento suele ser la norma. No debería hacer
falta decir esto, pero hoy día muchas personas, por otro lado inteligentes, están condicionadas para creer que
toda labor de investigación realizada bajo los auspicios de una multinacional es sospechosa por naturaleza.
Otros están no menos persuadidos de que todo trabajo de esta índole procedente de alguna institución
localizada en un país socialista ha de haber estado sometido al corsa- teórico del marxismo, siendo, por tal
motivo, desdeñable. Las ideas y opiniones expresadas en este libro muestran cierto grado de influencia
inevitable de la sociedad en cuyo seno vivo y trabajo, debida sobre todo el contacto estrecho con numerosos
colegas científicos occidentales. Hasta donde se me alcanza, estas suaves presiones son las únicas que se han
ejercido sobre mí.
La conexión entre los problemas de la contaminación atmosférica y mi trabajo anterior utilización del
análisis atmosférico como medio de detección de vida- residía, naturalmente, en la idea de que la atmósfera
podría ser una extensión de la biosfera. Tenía la impresión que todo intento de entender la contaminación de
la atmósfera sería incompleta y probablemente ineficaz si se pasara por alto la posibilidad de una respuesta o
una adaptación de la biosfera. Los efectos del veneno en un ser humano dependen grandemente de la
capacidad que éste tenga para metabolizarlo o excretarlo; de igual modo, el efecto de lanzar grandes
cantidades de productos derivados de la combustión de combustibles fósiles a una atmósfera controlada por la
biosfera puede ser muy distinto del efecto que estos gases tendrían sobre una atmósfera inorgánica y por
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tanto, pasiva. Podrían producirse cambios adaptativos que disminuyeran, por ejemplo, las perturbaciones
provocadas por la acumulación de dióxido de carbono, Otra posibilidad sería que las perturbaciones
dispararan algún tipo de cambio compensatorio (quizas en el clima) que resultara conveniente para el
conjunto de la biosfera pero perjudicial para la especie humana.
Al trabajar en un nuevo entorno intelectual pude olvidarme de Marte y concentrarme en la Tierra y en
la naturaleza de su atmósfera. El resultado de esta aproximación menos dispersa fue el desarrollo de la
hipótesis siguiente: el conjunto de los seres vivos de la Tierra, de las ballenas a los virus, de los robles a las
algas, puede ser considerado como una entidad viviente capaz de transformar la atmósfera del planeta para
adecuarla a sus necesidades globales y dotada de facultades y poderes que exceden con mucho a los que
poseen sus partes constitutivas.
No es distancia pequeña la que separa el sistema plausible de detección de vida y la hipótesis según la
cual es la biosfera, el conjunto de los seres vivos que pueblan la superficie de la Tierra, la encargada de
mantener y regular la atmósfera de ésta. A presentar las pruebas más recientes en favor de tal hipótesis se
consagra buena parte de este libro. Volviendo a 1967, las razones que justificaban el salto del sistema a la
hipótesis podrían resumirse como sigue:
La vida aparece en la Tierra hace aproximadamente unos 3.500 millones de años. Desde entonces
hasta ahora, los fósiles muestran que el clima de la Tierra ha cambiado muy poco a pesar de que, casi con toda
seguridad, la cantidad de calor solar que recibimos, las características de la superficie de la Tierra y la
composición de su atmósfera han experimentado grandes variaciones durante ese lapso de tiempo.
La composición química de la atmósfera no guarda relación con lo que cabria esperar de un equilibrio
químico de régimen permanentes. La presencia de metano, óxido nitroso y de nitrógeno incluso en nuestra
oxidante atmósfera actual representa una violación tan estrepitosa de las reglas de la química que hace pensar
que la atmósfera no es un nuevo producto biológico sino, más probablemente, una construcción biológica: si
no viva, algo que, como la piel de un gato, las plumas de un pájaro o el papel de un nido de avispas es una
extensión de un sistema viviente diseñada para conservar las características de un determinado entorno. La
concentración atmosférica, por ejemplo, de gases tales como el oxígeno o el amoníaco es mantenido a unos
niveles óptimos cuya alteración, por pequeña que fuera, podría tener desastrosas repercusiones en los seres
vivos.
Tanto ahora como a lo largo de la historia de la Tierra, su climatología y su química parecen haber
sido en todo momento las óptimas para el desarrollo de la vida. Que esto se deba a la casualidad es tan
improbable como salir ileso de un atasco de trafico conduciendo con los ojos vendados.
Pues bien, se concreta la hipótesis antedicha en una entidad de tamaño planetaria y propiedades
insospechadas atendiendo a la simple suma de sus partes. Fue William Golding, el escritor, vecino a la sazón,
quien solventó felizmente su carencia de nombre. Recomendó sin vacilación que esta criatura fuera llamada
Gaia en honor de la diosa griega de la Tierra, también conocida como Gea, nombre de donde proceden los de
ciencias tales como la geografía y la geología. A pesar de mi ignorancia de los clásicos, la oportunidad de la
elección me pareció evidente. Era una palabra breve que se anticipaba a alguna barbara denominación del
tipo de Sistema de Homeostasis y Biocibernética Universal. Tenia, además, la impresión de que en la Grecia
antigua el concepto era probablemente un aspecto familiar de la vida sin necesidad de expresarlo
formalmente. Los científicos suelen estar condenados a llevar vidas urbanas, pero he tenido oportunidad de
constatar el asombro que la gente de zonas rurales, más próximas a la tierra, siente ante la necesidad de
proposiciones formales para enunciar algo tan evidente como la hipótesis de Gaia.
La di a conocer oficialmente en unas jornadas científicas sobre los orígenes de la vida en la Tierra
celebradas en Princeton, New Jersey, en 1969. Quizá la causa fuera una pobre presenta. ción por mi parte,
pero lo cierto es que los únicos interesados por ella fueron el malogrado químico sueco Lars Gunnar Sillen y
Lyn Margulis, de la Universidad de Boston, a cuyo cargo corría la tarea de editar nuestras diversas
contribuciones. Lyn y yo volveríamos a encontrarnos en Boston un año más tarde, iniciando una muy
fructífera colaboración dando felizmente prolongada que, gracias a su talento y a sus conocimientos, iba a
perfilar nítidamente los entonces todavía vagos contornos de Gaia.
Hasta aquí hemos definido a Gaia como una entidad compleja que comprende el suelo, los océanos, la
atmósfera y la biosfera terrestre: el conjunto constituye un sistema cibernético autoajustado por
reglamentación que se encarga de mantener en el planeta un entorno físico y químicamente óptimo para la
vida. El mantenimiento de- unas condiciones hasta cierto punto constantes mediante control activo es
adecuadamente descrito con el término “homeostasis”.
Gaia continua siendo una hipótesis, bien que, como ha sucedido en otros casos, útil: aunque todavía no
ha demostrado su existencia, sí ha probado ya su valor teórico al dar origen a interrogantes y respuestas
GAIA: UNA NUEVA VISION DE LA VIDA SOBRE LA TIERRA JAMES LOVELOCK, 1979
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experimentales de por si provechosas. Si, por ejemplo, la atmósfera es entre otras cosas una cinta
transportadora de substancias que la biosfera toma y expele, parecía razonable suponer la presencia en ella de
compuestos que vehicularan los elementos esenciales a todos los sistemas biológicos, como lo son, entre
otros, el yodo y el azufre. Fue muy gratificante encontrar pruebas de que ambos son transportados por aire
Desde los océanos, donde abundan, a tierra firme, donde escas ean, y que los compuestos portadores son el
metil yoduro y el dimetil sulfuro respectivamente, substancias directamente producidas por la vida marina.
Habida cuenta de la insaciable curiosidad que caracteriza al espíritu científico, estas interesantes substancias
habrían terminado por ser detectadas y su importancia discutida aún sin el estímulo de la hipótesis Gaia, pero
fue precisamente ella la que provocó su búsqueda activa.
Si Gaia existe, su relación con la especie humana, esa especie animal que ejerce una influencia
dominante en el complejo sistema de lo vivo y el cambiante equilibrio de poder entre ambas, son cuestiones
de evidente importancia. Serán consideradas en capítulos posteriores, pero quiero subrayar que este libro ha
sido escrito primordialmente para estimular y entretener. La hipótesis Gaia es para aquellos que gustan de
caminar, de contemplar, de interrogarse sobre la Tierra y sobre la vida que en ella hay, de especular sobre las
consecuencias de nuestra presencia en el planeta. Es una alternativa al pesimista enfoque según el cual la
naturaleza es una fuerza primitiva a someter y conquistar. Es también una alternativa al no menos
deprimente cuadro que pinta a nuestro planeta como una nave espacial demente que, sin piloto ni prop6sito,
describe círculos eternos alrededor del Sol.
2. EN LOS COMIENZOS
Cuando se emplea en un contexto científico el término eón representa 1.000 millones de años. Por lo
que nos indican los estratos geológicos y la medida de su radiactividad, la Tierra comenzó a existir como
cuerpo espacial independiente hace unos 4.500 millones de años o, lo que es lo mismo, hace cuatro eones y
medio. Los primeros rastros de vida hasta ahora identificados han aparecido en rocas sedimentarias cuya
edad se cifra en más de tres eones. Sin embargo, como decía H. G. Wells, el registro geológico ofrece un tipo
de información sobre la vida en épocas remotas comparable al conocimiento que de los miembros de una
vecindad podría obtenerse examinando los libros de un banco. Probablemente se cuenten por millones las
formas de vida primitivas de cuerpo blando que, si bien florecieron en un momento dado, se extinguieron
después sin dejar huellas para el futuro ni, muchísimo menos, obviamente, esqueleto alguno para el gabinete
geológico.
No es ninguna sorpresa, por tanto, que se sepa poco sobre el origen de la vida en nuestro planeta y
menos todavía sobre las primeras etapas de su evolución. Pero por lo que toca al entorno en el que se inició la
vida eventualmente Gaia – revisando lo que sabemos respecto a los comienzos de la Tierra en el contexto del
Universo del que se formo, podemos por lo menos hacer suposiciones inteligentes. Por observaciones
realizadas en nuestra propia galaxia sabemos que un conglomerado de estrellas se asemeja a una población
humana en lo variado de las edades de sus componentes, que van de los más viejos a los más jóvenes. Hay
estrellas viejas que, como antiguos soldados, simplemente se desvanecen, mientras la muerte de otras, más
espectacular, es un estallido inimaginablemente glorioso; cobran forma, entretanto, esferas incandescentes
orbitadas por satélites que giran a su alrededor como polillas en torno a una vela. Cuando examinamos
espectroscópicamente el polvo interestelar y las nubes gaseosas de cuya condensación surgen nuevos soles y
nuevos planetas, hallamos gran abundancia de las moléculas simples y compuestas a partir de las cuales es
posible construir el edificio de la vida. Estas moléculas, en realidad, parecen estar dispersas por todo el
Universo. Los astrónomos informan casi semanalmente del descubrimiento de alguna nueva substancia
orgánica compleja hallada en las profundidades del espacio. Se tiene a veces la impresión de que nuestra
galaxia es un almacén gigantesco donde se guardan los componentes de la vida.
Si imaginamos un planeta hecho exclusivamente con piezas de relojes, no parece disparatado suponer
que, con tiempo por delante -pongamos, por ejemplo, unos 1.000 millones de años, las fuerzas gravitatorias y
la incansable acción del viento terminarán ensamblando un reloj en perfecto funcionamiento. Probablemente
el comienzo de la vida en la Tierra fue algo similar El incontables encuentros fortuitos entre moléculas,
esenciales para la vida, la casi infinita variedad de combinaciones posibles, bien pudo haber resultado en el
ensamblaje casual de una substancia capaz de efectuar una tarea de tipo biológico, por ejemplo acumular luz
solar para utilizar la energía en la realización de algún cometido posterior que no hubiera sido posible de otro
modo o que las leyes físicas no hubieran permitido. El antiguo mito griego de Prometeo, que intentó robar el
fuego de los dioses, y la historia biblica de Adán y Eva, arrastrados por el deseo de saborear la fruta
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prohibida, quizá se hundan mucho más profundamente, en nuestra historia ancestral de lo que sospechamos.
Al aumentar posteriormente el número de estos compuestos, empezó a ser posible que algunos de ellos se
combinaran entre si para formar nuevas substancias de mayor complejidad dotadas de nuevas propiedades y
poderes distintos, agentes a su vez de idéntico proceso que se repetiría hasta la eventual llegada a una entidad
compleja cuyas propiedades eran, por fin, las de la vida: Fue el primer microorganismo capaz de
utilizar la luz de sol y las moléculas de su entorno para producir su propio duplicado.
Esta secuencia de acontecimientos conducente a la formación del primer ser vivo tenia casi todo en
contra. Por otro lado, el número de encuentros fortuitos acaecidos entre las moléculas de la substancia
primigenia de la Tierra debe haber sido verdaderamente incalculable. La vida era, pues, un acontecimiento
casi completamente improbable que tenía casi infinitas oportunidades de suceder y sucedió. Supongamos al
menos que las cosas ocurrieron de esta forma en lugar de acudir a misteriosas siembras de semillas, esporas
llegadas de no se sabe dónde o cualquier otro tipo de intervención externa. Nuestro interés primordial, en
cualquier caso, se centra en la relación surgida entre la biosfera que se forma y el entorno planetario de una
Tierra todavía joven, no en el origen de la vida.
¿Cuál era el estado de la Tierra justamente antes de la aparición de la vida, hace, digamos, unos tres
eones y medio? ¿Por qué surgió la vida en nuestro planeta y no lo hizo en Marte y Venus, sus parientes más
cercanos? ¿Con qué riesgos se enfrentó la joven biosfera, qué desastres estuvieron a punto de destruirla y
cómo la presencia de Gaia ayudó a superarlos? Antes de sugerir algunas respuestas a estas intrigantes
preguntas hemos de volver a las circunstancias que rodearon la formación de la Tierra, hace aproximadamente
cuatro eones y medio.
Parece casi seguro que la formación de una supernova la explosión de una estrella de gran tamañofue
el antecedente próximo, tanto en el tiempo como en el espacio, a la formación de nuestro sistema solar.
Según creen los astrónomos, la secuencia de acontecimientos que culminan en la supernova podría ser la
siguiente: la combustión de una estrella significa fundamentalmente la fusión de su hidrógeno y luego de sus
átomos de helio; pues bien, las cenizas de estos fuegos, en forma de elementos más pesados sílice y hierro,
por ejemplo van acumulándose en la zona central del astro. Cuando la masa de este núcleo de elementos
muertos que ha dejado de generar calor y presión excede con mucho a la de nuestro sol, la inexorable fuerza
de su peso la colapsa, con lo que pasa a ser, en materia de segundos, un cuerpo cuyo volumen se cifra tan solo
en millares de millas cúbicas. El nacimiento de este extraordinario objeto, la estrella de neutrones, es una
catástrofe de dimensiones cósmicas. Aunque los detalles de este proceso y de otros semejantes son todavía
oscuros es obvio que se observan en 61 todos los ingredientes de una colosal explosión nuclear. Las
formidables cantidades de luz, calor y radiaciones duras que produce una supenova en pleno apogeo igualan
al total de los generados por todas las demos estrellas de la galaxia. Las explosiones raramente son cien por
cien eficaces: cuando una estrella se convierte en supernova, el material explosivo nuclear, que incluye uranio
y plutonio junto a grandes cantidades de hierro y otros elementos residuales, es esparcido por el espacio como
si se tratara de la nube de polvo provocada por la detonación de una bomba de hidrógeno. Lo más raro quizá
sobre nuestro planeta es que consiste sobre todo en fragmentos procedentes de la explosión de una bomba de
hidrógeno del tamaño de una estrella. Todavía hoy, eones después, la corteza terrestre conserva el suficiente
material explosivo inestable para que sea posible la repetición, a muy pequeña escala, del acontecimiento
original.
Las estrellas binarias dobles- son muy Corrientes en nuestra galaxia; pudiera ser que en un
determinado momento, el Sol, esa estrella tranquila y de buenas maneras, haya tenido una compañera de gran
tamaño que, al consumir su hidrógeno rápidamente, se convirtió en una supenova o, tal vez, el Sol y sus
planetas proceden de la condensación de los restos de una supernova mezclados con el polvo y los gases
interestelares. Si parece seguro que, ocurriera como ocurriera, nuestro sistema solar se formó a resultas de la
explosión de una supenova. No hay otra explicación, verosímil para la gran cantidad de átomos explosivos
aún presentes en la Tierra. El más primitivo y anticuado de los contadores Geiger nos indica que habitamos
entre los restos de una vasta detonación nuclear. No menos de tres millones de átomos inestables procedentes
de aquel cataclismo se fragmentan cada minuto dentro de nuestros cuerpos, liberando una diminuta fracción
de la energía proveniente de aquellos remotos fuegos.
Las reservas actuales de uranio contienen únicamente el 0,72% del peligroso isótopo U235. Créase o
no, los reactores nucleares han existido mu cho antes que el hombre: recientemente fue descubierto en
Gabón (Africa) un reactor natural fósil que funcionaba desde hace aproximadamente dos eones. Podemos,
por consiguiente, afirmar casi con toda seguridad que, hace cuatro eones, la concentración geoquímica del
uranio produjo espectaculares reacciones nucleares naturales. Al estar hoy tan de moda denigrar la
tecnología, es fácil olvidar que la fusión nuclear es un proceso natural. Si algo tan intrincado como la vida
GAIA: UNA NUEVA VISION DE LA VIDA SOBRE LA TIERRA JAMES LOVELOCK, 1979
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suele surgir por accidente, no debe maravillarnos que con un reactor de fusión, mecanismo relativamente
simple, ocurra algo parecido.
Así pues, la vida empezó probablemente bajo condiciones de radiactividad mucho más intensas que las
que tanto preocupan a ciertos medioambientalistas de hoy. Más aún, el aire no contenía oxigeno libre ni
ozono, lo que dejaba la superficie del planeta expuesta directamente a la intensa radiación ultravioleta del Sol.
Preocupa mucho actualmente el que los imponderables de la radiación nuclear y de la ultravioleta puedan
causar un día la destrucción de toda la vida sobre la Tierra y, sin embargo, estas mismas energías inundaron la
matriz misma de la vida..
No se trata aquí de paradojas; los peligros actuales son ciertos pero se tiende a exagerarlos. La radiación
ultravioleta y la nuclear son parte de nuestro entorno natural y siempre lo han sido. Cuando la vida
comenzaba, el poder destructor de la radiación nuclear, su capacidad para romper enlaces, puede haber sido
incluso benéfica, acelerando el proceso de prueba y error al eliminar los errores y regenerar los componentes
químicos básicos, siendo causa sobre todo de una mayor producción de combinaciones fortuitas de entre las
que surgiría la óptima.
Como Urey* nos enseña, la atmósfera primigenia de la Tierra pudo haber desaparecido durante la fase
de estabilización del Sol, dejando nuestro planeta tan desnudo como la Luna lo está ahora. Posteriormente, la
presión de la masa terrestre y la confinada energía de componentes altamente radiactivos caldearon su
interior, produciendo el escape de gases y de vapor de agua que daría lugar al aire y a los océanos.
Desconocemos cuanto tardó en producirse esta atmósfera secundaria y la naturaleza de sus componentes
originales, pero suponemos que en la época del inicio de la vida los gases procedentes del interior eran más
ricos en hidrógeno que los que ahora expulsan los volcanes. Los compuestos orgánicos, las partes
constituyentes de la vida, necesita tener en su medio una cierta cantidad de hidrógeno tanto para su formación
como para su supervivencia.
- Urey, Harold Clayton: Científico que en 1934 obtuvo el premio Nobel de química por su
descubrimiento del deuterio. Sus puntos de vista sobre la formación del sistema solar están contenidos en The
Planets: Their Origin and Development (1952). (N. del T.)
Cuando consideramos los elementos que entran en los compuestos orgánicos pensamos
habitualmente y en primer lugar en carbono, nitrógeno, oxígeno y fósforo, luego en una miscelánea de los
elementos presentes en pequeñas cantidades, como el hierro, el zinc y el calcio. El hidrógeno, ese ubicuo
material del que está hecha la mayor parte del Universo suele darse por supuesto y, sin embargo; su
importancia y su versatilidad son máximas. Es parte esencial de todo compuesto formado por los demos
elementos claves de la vida. Es el combustible del que se sirve el Sol y, consiguientemente, la fuente
primitiva de ese generoso flujo de energía solar gratuita que pone en marcha los procesos vitales y les permite
un desarrollo normal. Constituye las dos terceras partes del agua, esa otra substancia esencial para la vida y
que tendemos a olvidar de tan frecuente. La abundancia de hidrógeno libre de un planeta configura el
potencial de oxidación-reducción (redox), que mide la tendencia de un determinado entorno a oxidar o a
reducir. Los elementos de un entorno oxidante incorporan oxígeno, razón de la herrumbre del hierro. En un
ambiente reductor rico en hidrógeno un compuesto que contenga oxígeno tiende a cederlo. La abundancia
de átomos de hidrógeno, cargados positivamente, determine también la acidez o la alcalinidad el pH, diría un
químico- de un medio. El potencial redox y el pH son dos factores ambientales claves para saber si un planeta
puede contener vida o no.
El vehículo espacial Viking, norteamericano, que descendi6 en Marte, y el Venera soviético llegado
a Venus han coincidido en informar negativamente respecto a la presencia de vida. Venus ha perdido casi
todo su hidrógeno y es, en consecuencia, absolutamente estéril. En Marte hay aún algo de agua e hidrógeno,
por tanto- pero la oxidación de su superficie es tal que la formación de moléculas orgánicas es imposible. Los
planetas están, además de muertos, incapacitados para la vida.
Aunque es poco lo que sabemos de la química terrestre cuando se inició la vida, nos consta que estaba más
cercana a la actual de los gigantes exteriores, Júpiter y Saturno, que a la de Marte y Venus. Es probable que,
hace eones, Marte, Venus y la Tierra fueran planetas ricos en moléculas de metano, hidrógeno, amoníaco y
agua a partir de las que puede formarse la vida, pero del mismo modo que el hierro se cubre de herrumbre y la
goma se deshace, un planeta se marchita y termina por quedar totalmente yermo (auxiliado del tiempo, ese
gran oxidante) cuando el hidrógeno, elemento esencial para la vida, escapa al espacio.
La atmósfera de la Tierra que fue testigo del comienzo de la vida hubo de ser, por lo tanto, una
atmósfera reductora, rica en hidrógeno. Esta atmósfera no necesitaba un gran contenido de hidrógeno libre
por cuanto el que se desprendía del interior ofrecía un suministro constante; habría bastado, por otra parte, la
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presencia de hidrógeno en compuestos tales como el amoníaco y el metano. En las lunas de los planetas
exteriores pueden encontrarse todavía atmósferas similares a la descrita; si sus débiles campos gravitacionales
las retienen es gracias a lo bajo de sus temperaturas. A diferencia de estas lunas y de sus planetas, la Tierra,
Marte y Venus carecen de las temperaturas o de las fuerzas gravitatorias necesarias para retener
indefinidamente su hidrógeno sin auxilio biológico. El átomo de hidrógeno es el más pequeño y ligero de
todos, por lo que, sea cual sea la temperatura, siempre es el de movimiento más veloz; pues bien, teniendo en
cuenta que los rayos Solares fragmentan las moléculas de hidrógeno gaseoso situadas en el limite externo de
nuestra atmósfera convirtiéndolas en átomos libres, cuya movilidad les permite escapar de la atracción
gravitatoria y perderse en el espacio, está claro que la vida en la Tierra habría tenido los días contados si el
suministro de hidrógeno (incorporado a compuestos tales como amoniaco y metano) hubiera dependido sólo
de los gases escapados del interior del planeta, incapaces de reponer las pérdidas indefinidamente. Estos
gases, además, cumplían otra misión fundamental, la de “arropar” nuestro planeta manteniendo su temperatura
en una época en la que, probablemente, la radiación solar era inferior a la actual.
La historia del clima terrestre es uno de los argumentos de más peso en favor de la existencia de
Gaia. Sabemos por las rocas sedimentarias que durante los tres últimos eones y medio el clima no ha sido
nunca, ni siquiera durante periodos cortos, totalmente desfavorable para la vida. Esa continuidad del registro
geológico de la vida nos indica también la imposibilidad de que los océanos llegaran a hervir o a congelarse
en algún momento, por el contrario, pruebas sutiles derivadas de las proporciones entre las diferentes formas
atómicas de oxigeno encontradas en los estratos geológicos cuya interpretación indica que el clima ha sido
siempre muy parecido a como es ahora, con las salvedades de las glaciaciones y del período próximo al
comienzo de la vida, donde se hizo algo más cálido. Los períodos glaciales suele denominárseles Edades de
Hielo, frecuentemente exagerando- afectaron tan sólo las zonas terrestres situadas por encima de los 45°
Norte y por debajo de los 45° Sur: el 70 por ciento de la superficie terrestre queda, sin embargo, entre estas
dos latitudes. Las así Llamadas Edades de Hielo afectaron únicamente a la flora y la fauna que habían
colonizado el 30 por ciento restante, que hasta en los períodos interglaciares suele estar parcialmente helado.
Como lo está hoy.
Parecería que en principio no hay nada particularmente extraño en este cuadro de un clima estable a
lo largo de los tres y medio (últimos eones. Si la Tierra gira según una órbita estable alrededor del Sol, ese
radiador gigantesco y permanente, desde época tan remota, ¿ Por qué habría de ser de otro modo? Es, sin
embargo, extraño, y precisamente por esta razón. Nuestro Sol estrella típica, se ha desarrollado según un
patrón estándar bien establecido, por el cual sabemos que su energía radiante ha aumentado al menos en un 30
por ciento durante los tres eones y medio mencionados. Un 30 por ciento menos de calor solar implica una
temperatura media para la Tierra muy por debajo del punto de congelación del agua. Si el clima de la Tierra
estuviera exclusivamente en función de la radiación solar nuestro planeta habría permanecido congelado
durante el primer eón y medio del período caracterizado por la existencia de vida, y sabemos por los registros
paleontológicos y. por la persistencia misma de la vida que jamás las condiciones ambientales fueron tan
adversas.
Si la Tierra fuera simplemente un objeto sólido inanimado, su temperatura de superficie seguiría las
variaciones de la radiación solar, y no hay ropaje aislado que proteja indefinidamente a una estatua de piedra
del calor veraniego y del frío invernal; durante tres eones y medio la temperatura de superficie ha sido
permanentemente, favorable para la, vida, de modo semejante a como la temperatura de nuestros cuerpos se
mantiene constante en invierno y en verano, ya sea tropical o polar el entorno en el que nos encontremos.
Aunque podría pensarse que la intensa radiactividad de los primeros días habría bastado para mantener unos
ciertos niveles de temperatura, un sencillo cálculo basado en la muy predecible naturaleza de la
desintegración radiactiva indica que, aunque estas energías mantenían incandescente el interior del planeta,
tuvieron escaso efecto sobre las temperaturas superficiales.
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Fig. 1. El curso de la temperatura de la Tierra desde los comienzos de la vida, hace 3,5 eones, se mantiene
siempre dentro del estrecho margen que dejan las líneas horizontales de los 10, y los 20’C. Si nuestra
temperatura planetaria hubiera dependido únicamente de la relación abiológica establecida entre la radiación
solar y el balance térmico atmósfera-superficie, podrían haberse alcanzado las condiciones extremas marcadas
por las líneas A y C. De haber sucedido esto toda vida habría desaparecido del planeta, lo que también habría
sucedido si las temperaturas hubieran seguido el curso intermedio marcado por la línea B, que muestra cómo
habrían aumentado de haber seguido pasivamente el incremento de radiación solar.
Los científicos dedicados a cuestiones planetarias han sugerido varias explicaciones para lo
constante de nuestro clima. Carl Sagan y su colaborador el doctor Mullen, por ejemplo, han señalado
recientemente que, en épocas remotas, cuando el Sol brillaba con menos intensidad, la presencia en la
atmósfera de gases como el amoníaco ayudaba a conservar el calor recibido. Algunos gases, como el dióxido
de carbono y el amoníaco absorben la radiación térmica infrarroja que desprende la superficie de la Tierra y
retrasan su escape al espacio: son los equivalentes gaseosos de la ropa de abrigo, aunque tienen sobre ésta la
ventaja adicional de ser transparentes a las radiaciones solares que hacen llegar a nuestro planeta casi todo el
calor que recibe. Por esta razón, aunque quizás no del todo correctamente, son a menudo denominados gases
“invernadero”.
Otros científicos, especialmente el profesor Meadows y Henderson Sellers, de la Universidad de
Leicester, han sugerido que, en épocas anteriores, la superficie terrestre era de color más obscuro, capaz por
consiguiente de absorber en mayor proporción que ahora el calor del Sol. La parte de luz solar reflejada al
espacio se conoce como el albedo o blancura de un planeta. Si su superficie es totalmente blanca reflejará
toda la luz solar que a ella llegue resultando, por lo tanto, un mundo muy frío. Si, por el contrario, es
completamente negra, absorbe dicha luz en su totalidad, con el consiguiente aumento de la temperatura., Es
evidente que un cambio del albedo podría compensar el menor rendimiento térmico de un Sol más apagado.
La superficie terrestre ostenta en nuestra época una adecuada coloración intermedia y ésta cubierta por masas
de nubes en aproximadamente el 50 por ciento. Refleja más o menos el 45 por ciento de la luz procedente del
Sol. Cuando la vida. Empezaba, pues, el clima era suave a pesar de la menor radiación solar. Las únicas
explicaciones que se han dado a este fenómeno son a un “efecto invernadero” protector del dióxido de
carbono y del amoníaco o un menor albedo originado por una distribución de las masas de tierra diferente a la
actual. Ambas son posibles, pero (únicamente hasta cierto punto: allí donde no Llegan es donde
vislumbramos por primera vez a Gaia o, al menos, la necesidad de postular su existencia.
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Parece probable que las primeras manifestaciones de la vida se instalaran en los océanos, en las
aguas someras, en los estuarios, en las riberas de los ríos y en las zonas pantanosas, extendiéndose desde aquí
a todas las demos área del globo. Al cobrar forma la primera biosfera, el entorno químico de la Tierra
comenzó inevitablemente a cambiar. Del mismo modo que los nutrientes de un huevo de gallina alimentan al
embrión, los abundantes compuestos orgánicos de los cuales surgió la vida suministraron a la joven criatura el
alimento que su crecimiento requería. A diferencia del pollito, sin embargo, la vida más allá del “huevo”
contaba únicamente con un suministro alimenticio limitado. Tan pronto como los compuestos clave
empezaron a escasear, la joven criatura se encontró frente a la disyuntiva de perecer de hambre o de aprender
a sintetizar sus propios elementos estructurales utilizando las materias primas a su alcance y la luz solar como
energía motriz.
La necesidad de enfrentarse a alternativas de esta índole debió ser frecuente en la época que describimos
y sirvió para incrementar la diversificación, la independencia y la robustez de una biosfera en expansión.
Quizá fuera este el momento de la aparición de las primeras relaciones depredador-presa, del establecimiento
de primitivas cadenas alimentarias. La muerte y a natural descomposición de los organismos individuales
liberaban componentes claves para el conjunto de la comunidad pero, para ciertas especies, pudo resultar más
conveniente obtener estos compuestos fundamentales alimentándose de otros seres vivos. La ciencia de la
ecología se ha desarrollado al punto de que actualmente puede demostrar, con la ayuda de modelos numéricos
y computadores, que un ecosistema compuesto por una compleja red trófica, por muy diferentes relaciones
depredador-presa, es mucho más sólido y estable que una sola especie auto contenida o que un pequeño grupo
de interrelación escasa. Si tales aseveraciones son ciertas, parece probable que la biosfera se diversificara con
rapidez según iba desarrollándose.
Consecuencia importante de esta incesante actividad de la vida fueron la circulación cíclica del
amoníaco, el dióxido de carbono y el metano, gases atmosféricos todos ellos, a través de la biosfera. Cuando
el suministro de otras fuentes escaseaba, estos gases aportaban carbono, nitrógeno e hidrógeno, elementos
imprescindibles para la vida; de ello resultaba un descenso en su tasa atmosférica. El carbono y el nitrógeno
fijados descendían a los lechos marinos en forma de detritos orgánicos o bien eran incorporados a los
organismos de los primitivos seres vivos como carbonato de calcio o de magnesio. Parte del hidrógeno que la
descomposición del amoníaco liberaba se unía a otros elementos principalmente al oxígeno para formar aguay
parte escapaba al espacio en forma de hidrógeno gaseoso. El nitrógeno procedente del amoníaco quedaba
en la atmósfera como nitrógeno molecular, forma prácticamente inerte que no ha cambiado desde entonces.
Aunque estos procesos pueden resultar lentos para nuestra escala temporal, mucho antes de que un
eón transcurriera completamente, la gradual, utilización del carbónico y del amoníaco de la atmósfera había
introducido considerables cambios en la composición de ésta. El que estos gases fueran desapareciendo de la
atmósfera produjo además un descenso de la temperatura debido al debilitamiento del “efecto invernadero”.
Sagan y Mullen han propuesto que quizá fuera la biosfera la encargada de mantener el status climatológico
aprendiendo a sintetizar y a reemplazar el amoníaco que utilizaba como nutrientes. Si están en lo cierto, tal
síntesis hubiera sido la primera tarea de Gaia. Los climas son intrínsecamente inestables; tenemos ahora la
casi total certeza gracias al meteorólogo yugoslavo Mihalanovich de que los periodos de glaciación recientes
fueron consecuencia de cambios muy leves experimentados por la órbita de la Tierra. Para que se establezca
una Edad de Hielo basta un decrecimiento de tan sólo el 2% en el aporte calórico que recibe un hemisferio.
Es ahora cuando empezamos a entrever las incalculables consecuencias que, para la joven biosfera, tuvo su
propia utilización de los gases atmosféricos que arropaban al planeta, en una época donde el rendimiento
calorífico del Sol era inferior al actual no en un dos, sino en un 30 por ciento. Pensemos en lo que podría
haber ocurrido de producirse alguna perturbación añadida, leve incluso, tal como ese por ciento de
enfriamiento extra capaz de precipitar una glaciación: el descenso de temperatura haría a su vez disminuir el
grosor de la capa amoniacal debido a que, con el enfriamiento, la superficie de los océanos absorberían
mayores cantidades de este gas, decreciendo consiguientemente la cantidad disponible para la biosfera; la
menor tasa de amoníaco del aire facilitaría el escape del calor del espacio, estableciéndose un círculo vicioso,
un sistema de realimentación positiva que provocaría inexorablemente ulteriores descensos de la temperatura.
Con la caída de ésta cada vez habría menos amoníaco en el aire y entonces, para colmo, llegando ya a
temperaturas de congelación, la capa de nieve y hielo, cada vez mis extensa, incrementaría vertiginosamente
el albedo del planeta y por lo tanto la reflexión de la luz solar. Siendo ésta un 30 por ciento más débil se
produciría de forma inevitable un descenso mundial de las temperaturas muy por debajo del punto de
congelación. La Tierra habríase convertido en una helada esfera blanca, estable y muerta.
Si, por el contrario, la biosfera se hubiera excedido en su compensación del amoníaco tomado de la
atmósfera sintetizando demasiado, habría tenido lugar una escalada de temperaturas, instaurándose, a la
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inversa, el mismo circulo vicioso: a mayor calor, más amoníaco en el aire y menos escape calorífico hacia el
espacio. Con la subida de temperatura, más vapor de agua y más gases aislantes Ilegarían a la atmósfera,
alcanzándose eventualmente unas condiciones planetarias parecidas a las de Venus, aunque con menos calor.
La temperatura de la Tierra seria finalmente de unos 100’ C, muy por encima de lo que la vida puede tolerar:
de nuevo tendríamos un planeta estable pero muerto.
Puede que el proceso natural realimentado negativamente de formación de nubes o algún otro
fenómeno hasta hoy ignorado se encargaran quizá de mantener un régimen al menos tolerable para la vida,
pero de no ser así, la biosfera tuvo que aprender mediante prueba y error el arte de controlar su entorno,
fijándose inicialmente limites amplios y luego, con el refinamiento fruto de la práctica, manteniendo sus
condiciones lo más cerca posible de las óptimas para la vida. Tal proceso no consistía solamente en fabricar
la cantidad necesaria de amoníaco para restituir el consumido; era también preciso poner a punto medios
apropiados para apreciar la temperatura y el contenido de amoníaco del aire a fin de mantener en todo
momento una producción adecuada. El desarrollo de este sistema de control activo con todas sus
limitaciones-, por parte de la biosfera pudo ser quizá la primera indicación de que Gaia había por fin surgido
del conjunto de sus partes.
Si consideramos, pues, la biosfera una entidad capaz, como la mayor parte de los seres vivientes, de
adaptar el entorno a sus necesidades, estos problemas climatológicos tempranos podrían haberse resuelto de
muy diversas maneras. Gran número de criaturas gozan de la capacidad de modificar su coloración según
convenga a diferentes propósitos de camuflaje, advertencia o exhibición: pues bien, al disminuir el amoníaco
o aumenta el albedo (como consecuencia de redistribuciones de las masas de tierra) uno de los medios que
pudo emplear la biosfera para mantener su temperatura fue el oscurecimiento. Awramik y Golubic de la
Universidad de Boston han observado que, en los pantanos salobres donde el albedo es habitualmente alto, los
cambios estaciónales provocan el ennegrecimiento de “alfombras” compuestas por incontables
microorganismos. ¿ Podrían estos parches oscuros, producidos por una forma de vida de antigua estirpe, ser
recordatorios vivientes de un arcaico método para conservar el calor? Y a la inversa: si el problema fuera el
sobrecalentamiento, la biosfera marina generaría una capa monocelular aislante que cubriría la superficie de
las aguas para controlar la evaporación. El neutralizar la evaporación en las zonas más calientes del océano
tiene por propósito impedir una excesiva acumulación de vapor de agua en la atmósfera que propicie una
escalada de la temperatura originada por la absorción de la radiación infrarroja.
Estos son ejemplos de hipotéticos mecanismos que la biosfera podría utilizar para mantener unas
condiciones ambientales adecuadas. El estudio de sistemas más sencillos colmena, seres humanos indica que
el mantenimiento de la temperatura es, probablemente, la resultante del funcionamiento de diferentes
sistemas, más que el producto de la acción de uno solo.
La auténtica historia de tan remotos períodos no se sabrá jamás; todo lo que podemos hacer es
especular basándonos en probabilidades y en la casi certidumbre de que el clima no fue nunca obstáculo para
la vida. La primera manifestación de los cambios activos que la biosfera introducía en su entorno pudo haber
estado relacionada con el clima y con la menor temperatura del Sol, pero en ese entorno había otras
necesidades que atender, otros parámetros cuyo equilibrio era fundamental para la continuidad de la vida.
Ciertos elementos básicos resultaban necesarios en grandes dosis mientras que, de otros, sólo se requerían
cantidades vestigiales; en ocasiones era preciso un rápido reabastecimiento de todos ellos. Había que
ocuparse de las substancias de desecho, venenosas o no, aprovechándolas a ser posible; controlar la acidez,
procurando el mantenimiento de una media en conjunto neutro o alcalino; la salinidad de los mares no debía
aumentar en exceso, y así sucesivamente. Aunque estos son los criterios básicos, hay otros muchos
involucrados.
Como hemos visto, cuando se estableció el primer sistema viviente tenía a su alcance un abundante
suministro de elementos clave, que posteriormente y al ir creciendo, aprendería a sintetizar utilizando
materias primas tomadas del aire, el agua y el suelo. Otra tarea que la extensión y la diversificación de la vida
exigía era asegurar el suministro ininterrumpido de los elementos vestigiales requeridos por diferentes
mecanismos y funciones. Todas las criaturas vivientes celulares utilizan un extenso abanico de procesadores
químicos agentes catalíticos- denominados enzimas, muchas de las cuales requieren pequeñísimas cantidades
de determinados elementos para desempeñar normalmente sus funciones. La anhidrasa carbónica, por
ejemplo, enzima especializada en el transporte de dióxido de carbono desde y hacia el medio celular, tiene
una composición donde entra zinc; otras enzimas precisan hierro, magnesio o vanadio. En nuestra biosfera
actual se dan actividades que exigen la presencia de muchos otros elementos vestigiales: cobalto, selenio,
cobre, yodo y potasio. Indudablemente, tales necesidades surgieron y fueron satisfechas en el pasado. Al
principio estos elementos se obtengan de la forma habitual, extrayéndolos simplemente del entorno. Con la
GAIA: UNA NUEVA VISION DE LA VIDA SOBRE LA TIERRA JAMES LOVELOCK, 1979
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proliferación de la vida la competencia por ellos fue aumentando, se redujo su disponibilidad y en algunos
casos su falta fue el factor que limitó ulteriores expansiones. Si, como parece probable, las aguas someras
bullan de formas de vida primitivas, algunos elementos claves fueron apartados de la circulación porque, al
morir, los organismos que los incorporaban se hundían, descendiendo hasta el depósito de lodo del lecho
marino y, atrapados por otros sedimentos, no volvían a estar disponibles para la biosfera hasta que alguna
conmoción de la corteza terrestre removía estos “cementerios” con la suficiente fuerza. En los grandes lechos
de rocas sedimentarias hay sobradas pruebas de lo completo que podía Llegar a ser este proceso de secuestro.
La vida, sin duda, fue resolviendo este problema mediante el proceso evolutivo de prueba y error, hasta que
apareció una especie de carroñeros especializada en extraer estos elementos esenciales de los cadáveres de
otros organismos, impidiendo su sedimentación. Otros sistemas posiblemente utilizados quizá se sirvieran de
complejas redes fisicoquímicas usadas para Llevar a cabo procesos de salvamento siempre de dichas
substancias claves que, si bien al principio eran individuales, poco a poco fueron coordinándose en
estructuras globales a fin de obtener un mayor rendimiento. La más compleja ostentaba poderes y
propiedades superiores a la suma de sus partes, lo que la caracterizaba como uno de los rostros de Gaia.
Nuestra sociedad se ha enfrentado, desde la Revolución Industrial, con arduos problemas químicos
derivados de la escasez de determinadas materias primas o relacionados con la contaminación local: la
biosfera, incipiente debió encarar problemas similares. El primer sistema celular que se las ingenió para
extraer zinc de su entorno, inicialmente en su exclusive beneficio y después en bien de la comunidad, quizás
acumulara al mismo tiempo mercurio, elemento que a pescar de su semejanza con el zinc es venenoso. Los
errores de esta naturaleza fueron probablemente origen de los primeros incidentes provocados por la
contaminación en la historia del mundo. Como de costumbre, fue la selección natural la encargada de
solventar esta cuestión: existen actualmente sistemas de microorganismos capaces de transformar el mercurio
y otros elementos venenosos en derivados volátiles mediante metilación; estas asociaciones de
microorganismos quizá representen la forma más antigua de tratar residuos tóxicos.
La contaminación no es, como tan a menudo se afirma, producto de la bajeza moral, sino que
constituye una consecuencia inevitable del desenvolvimiento de la vida. La segunda ley de la termodinámica
establece claramente que el bajo nivel de entropía y la intricada organización dinámica de un sistema viviente
exigen necesariamente la excreción al entorno de productos y energía degradados. La crítica está justificada
únicamente si somos incapaces de encontrar respuestas limpias y satisfactorias a los problemas que, a más de
solventarlos, los pongan de nuestra parte. Para la hierba, los escarabajos y hasta los granjeros, el estiércol de
vaca no es contaminación, sino don valioso. En un mundo sensato, los desechos industriales no serian
proscritos, sino aprovechados. Responder negativa, destructivamente, prohibiéndolos por ley, parece tan
idiota como legislar contra la emisión de boñigas por parte de las vacas.
Una de las amenazas más serias con que se enfrentaba la joven biosfera la constituía el conjunto de
crecientes alteraciones que afectaban a las propiedades del entorno planetario. El consumo de amoníaco gas
primordial- realizado por la biosfera repercutía no sólo en las propiedades radiantes de la atmósfera, sino
también en el equilibrio de la neutralidad química: a menos. Amoníaco, mayor acidez. Como la conversión
de metano a dióxido de carbono y de sulfuros a sulfatos significaba un incremento adicional de la acidez, ésta
podría haberse hecho tan intensa como para impedir la vida. Desconocemos la solución concreta del
problema , pero remontándonos todo lo atrás que nuestros sistemas de medida permiten, hay pruebas de que la
Tierra ha estado siempre próxima a ese estado de neutralidad química. Marte y Venus, por el contrario,
muestran un alto grado de acidez en su composición, a todas luces excesivo para permitir vida tal como se ha
desarrollado en nuestro planeta. En la actualidad, la biosfera produce hasta 1.000 megatoneladas de amoníaco
cada año, cantidad cercana a la necesaria para neutralizar los fuertes ácidos sulfúrico y nitrogenado derivados
de la oxidación natural de compuestos sulfurosos y nitrogenados. Quizá se trate de una coincidencia, pero
posiblemente sea otro eslabón en la cadena de pruebas circunstanciales en favor de la existencia de Gaia.
La regulación estricta de la salinidad de mares y océanos es tan esencial para la vida como la
necesidad de neutralidad química, si bien es asunto mucho más extravío y complicado que ésta, como
veremos en el capitulo 6. La recién estrenada biosfera, sin embargo, se hizo experta en esta muy critica
operación de control, como en tantas otras. La conclusión parece inmediata: si Gaia existe, la necesidad de
regulación era tan urgente en el amanecer de la vida como en cualquier otra época posterior.
Un gastado lugar común afirma que las primeras manifestaciones de vida estaban aherrojadas por el
bajo nivel de la energía disponible y que la evolución no, se puso verdaderamente en marcha hasta la
aparición del oxígeno en la atmósfera, origen, en última instancia, del abigarrado muestrario de seres vivos
hoy existente. Pues bien, hay pruebas directas de una biota compleja y variada que ya contenía todos los
ciclos ecológicos principales establecida antes de la aparición de los animales esqueléticos durante el primer
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periodo Cámbrico- de la Era Paleozoica. Cierto es que la combustión celular de materia orgánica resulta una
excelente fuente de energía para las criaturas móviles de gran tamaño como nosotros mismos y otros
animales, pero no hay ya razón bioquímica por la cual la energía tenga que escasear en un entorno reductor,
rico en hidrógeno y en moléculas portadoras de hidrógeno: veamos, por consiguiente, cómo el asunto de la
energía pudo haber funcionado al revés.
Fig. 2. Colonia de estromatolitos en una playa de Australia del Sur. Su estructura es muy semejante a la que
muestran los restos f6siles de colonias similares, cuya edad se cifra en 3.000 millones de años. Foto de
P. F. Hoffman, proporcionada por M. R. Walter.
Ciertas formas de vida muy primitivas han dejado unas impresiones fósiles denominadas
estromatolitos; se trata de estructuras biosedimentarias, a menudo laminadas, con forma de cono o de coliflor
y habitualmente compuestas de carbonate de calcio o sílice. Son considerados en la actualidad productos de
actividad microorgánica. Algunos se han encontrado en rocas pétreas cuya edad supera los tres eones; su
forma sugiere que las producían fotosintetizadores como las algas azulverdes de hoy, que convierten la luz
solar en energía química potencial. Es prácticamente seguro que algunas de las primeras formas de vida
realizaban fotosíntesis, ya que no existe una fuente de energía cuya intensidad, constancia y abundancia sean
equiparables a las de la energía solar. La fuerte radiactividad entonces reinante tenia el potencial necesario,
pero su volumen era una simple bagatela comparándolo con el flujo de energía solar.
Es probable que, como hemos visto, el entorno de los primeros fotosintetizadores fuera reductor, rico
en hidrógeno y en moléculas portadoras de hidrógeno. Para atender a sus diferentes necesidades, las criaturas
que en él vivían quizá generaran un gradiente químico tan importante como el de las plantas actuales. La
diferencia estribaría en que hoy el oxígeno es extracelular y las substancias. Nutritivas, más los compuestos
ricos en hidrógeno, se hallan dentro de la célula, mientras en la época que nos ocupa pudo ser a la inversa.
Para ciertas especies primigenias, las substancias nutritivas podrían haber sido oxidantes, no necesariamente
oxígeno libre, del mismo modo que las células de hoy no se alimentan de hidrógeno, sino de substancias tales
como los ácidos grasos poliacetilénicos, que liberan gran cantidad de energía cuando reaccionan con el
hidrógeno. Ciertos microorganismos del suelo producen aún extraños compuestos de esta índole, que son los
análogos de las grasas donde almacenan energía las células de hoy. Esta hipotética bioquímica a la inversa
quizá nunca tuviera existencia real. Lo importante es que los organismos con capacidad para convertir la
energía solar en energía química almacenada contaban después con potencia sobrada para, incluso en una
atmósfera reductora, realizar la mayor parte de los
procesos bioquímicos.
El registro geológico muestra que , durante las etapas iniciales de la vida, fueron oxidadas grandes
cantidades de rocas superficiales en cuya composición entraba el hierro. Esto podría ser prueba de que la
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biosfera original producía hidrógeno, manteniendo una tasa atmosférica de este gas y sus compuestos -
amoníaco por ejemplo- suficiente para determinar el escape de hidrógeno al espacio. Ycas, en una carta a
Nature, ha comentado oportunamente la necesidad de recurrir a la intervención biológica para explicar las
grandes cantidades de hidrógeno escapadas de la Tierra.
Eventualmente, hace quizá dos eones, los compuestos reductores de la corteza empezaron a oxidarse con
mayor rapidez de lo que eran expuestos geológicamente, mientras la continua actividad de los
fotosintetizadores aerobios iba acumulando oxigeno en el aire. Este fue probablemente el periodo más crítico
de toda la historia de la vida sobre la Tierra: el abundante oxígeno gaseoso en el aire de un mundo anaerobios
debe haber sido el peor episodio de contaminación atmosférica que este planeta ha conocido jamás.
Imaginemos el efecto que sobre nuestra biosfera contemporánea produciría la colonización de los mares por
un alga especializada en producir cloro gaseoso a partir del abundante ión de las aguas marinas y la energía de
la luz solar. El devastador efecto que sobre toda la vida contemporánea tendría una atmósfera saturada de
cloro no sería peor que el impacto causado por el oxigeno sobre la vida anaerobia de hace unos dos eones
Esta era trascendental marco también el final de la capa de amoníaco que, como anteriormente
señalábamos, constituía un excelente medio para mantener la temperatura del planeta. El oxígeno libre y el
amoníaco reaccionan en la atmósfera, limitando la máxima cantidad posible del segundo, cuya cantidad fue
descendiendo hasta llegar a la concentración actual, una parte por cada cien millones, porcentaje demasiado
pequeño para ejercer ninguna influencia útil sobre la absorción infrarroja, aunque, como hemos visto, incluso
en tales cantidades neutraliza eficazmente la acidez, inevitable subproducto de la oxidación; cumple, ,pues, la
función de impedir que la acidez del entorno aumente hasta niveles incompatibles con la vida.
Cuando hace dos eones el aire empezó a albergar cantidades apreciables de oxígeno, la biosfera se
asemejaba a la tripulación de un submarina averiado, donde todas las manos son necesarias para reparar los
daños, mientras la concentración de gases venenosos crece segundo a segundo. Triunfó el ingenio y sé
conjuró el peligro, aunque no al modo humano, restaurando el viejo orden, sino al flexible modo de Gaia,
adaptándose al cambio y convirtiendo al letal intruso en amigo inseparable.
La primera aparición de oxígeno en el aire significó una catástrofe casi fatal para la vida primitiva. El
haber evitado por mera casualidad una muerte que pudo llegar como consecuencia de la ebullición, la
congelación, el hambre, la acidez, las alteraciones metabólicas graves y finalmente el envenenamiento parece
demasiado; pero si la joven biosfera era ya algo más que un simple catálogo de especies y controlaba ya el
entorno planetario, nuestra supervivencia a despecho de las adversidades es menos difícil de comprender.
3. EL RECONOCIMIENTO DE GAIA
Imaginemos una playa: Probablemente pensaremos en doradas extensiones de arena fina a las que Ilega un
oleaje tranquilo, donde cada grano tiene su sitio y en las que nada parece ocurrir. Raramente, sin embargo,
son las playas esos lugares idílicos e inmutables, al menos no durante mucho tiempo seguido. Las mareas y
los vientos agitan incansablemente sus arenas, si bien es cierto que hasta aquí podemos hallarnos todavía en
un mundo cuyos cambios se circunscriben a los perfiles de las dunas y a las figuras cinceladas por los flujos y
reflujos de las aguas. Supongamos que en el horizonte, por otra parte inmaculado de nuestra playa, aparece
una manchita. Inspeccionándola más de cerca descubrimos que se trata de un apilamiento arenoso obra,
inequívocamente, de un ser vivo: vemos ahora, con total claridad, que se trata de un castillo de arena. Su
estructura de conos truncados superpuestos revela que la técnica constructiva empleada ha sido la del cubo.
El foso y el puente levadizo, con su rastrillo grabado que, con el secado de la arena empieza ya a
desvanecerse, son también típicos. Estamos, por así decir, programados para reconocer instantáneamente la
mano humana en un castillo de arena, pero si hicieran falta pruebas adicionales de que este apilamiento
arenoso no es un fenómeno natural, habríamos de señalar que no se ajusta a las condiciones de su entorno.
Las olas han hecho del resto de la playa una superficie perfectamente lisa, mientras que el castillo se yergue
aún, orgullosamente, sobre ella; además, hasta la fortaleza construida por un niño tiene una complejidad de
diseño y muestra una deliberación tales como para descartar desde el primer momento la posibilidad de que
sea una estructura debida a fuerzas naturales.
Hasta en este sencillo mundo de playas y castillos de arena hay cuatro estados nítidamente diferentes:
El estado inerte de neutralidad amorfa y completo equilibrio, (sin existencia real mientras el Sol brille
proporcionando la energía precisa para mantener el aire y el mar en movimiento, que se encargarán a su vez
de desplazar los granos de arena); el estado “de régimen permanente” estructurado, pero aún inerte, de una
playa de arena rizada y de dunas apiladas por el viento; la playa que, con el castillo de arena, exhibe un signo
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de vida, y el estado, finalmente, en el cual la vida hace acto de presencia bajo la forma del constructor del
castillo.
El tercer orden de complejidad, el representado por el castillo de arena, situado en un lugar intermedio
con relación al estado abiológico de régimen permanente, por una parte, y al estado que incorpora la vida por
otra, es importante en nuestra búsqueda de Gaia. Aunque en si mismas inertes, las construcciones realizadas
por un ser vivo contienen un verdadero caudal de información sobre las necesidades e intenciones de su
constructor. Las señales de la existencia de Gaia son tan efímeras como nuestro castillo de arena. Si sus
asociados vitales no realizaran una continua labor de reparación y recreación, del mismo modo que los niños
levantan una y otra vez sus castillos, toda huella de Gaia pronto desaparecería.
¿Cómo es posible entonces identificar las manifestaciones de Gaia distinguiéndolas de las estructuras
fortuitas producto de las fuerzas naturales? Y, en cuanto a la presencia de la misma Gaia, ¿cómo la
reconocemos? Por suerte no estamos totalmente desprovistos, como los enloquecidos cazadores del Snark, de
mapas o de medios de identificación; contamos con algunas indicaciones. A finales del siglo pasado,
Boltzman redefinió elegantemente la entropía diciendo que era la medida de la probabilidad de una
distribución molecular. Esta definición, que quizá al principio pueda parecer oscura, nos conduce
directamente a lo que buscamos. Implica que, allí donde aparezca un agrupamiento molecular altamente
improbable, existiría casi con certeza la vida o algunos de sus productos; si esa distribución es de índole
global, quizá estemos siendo testigos de alguna manifestaci6n de Gaia, la criatura viviente más grande de la
Tierra.
Pero ¿qué es, podrías decir, una distribución improbable de moléculas? A esta pregunta hay muchas
respuestas posibles, entre ellas algunas no demasiado aclaratorias, como por ejemplo que es una distribución
de moléculas improbables (como, tú lector), o bien una distribución improbable de moléculas comunes
(como, por ejemplo, el aire). Más general y más útil (para nuestra búsqueda) son definirla como una
distribución cuyas diferencias con el estado de fondo tienen importancia bastante para conferirle entidad
propia. Otra definición general señala que una distribución molecular improbable es aquella que, para su
constitución, requiere un dispendio de energía por parte del trasfondo de moléculas en equilibrio. (Del mismo
modo que nuestro castillo es reconociblemente diferente de su uniforme fondo; la medida en la que es
diferente o improbable expresa la disminución entrópica, la deliberada actividad vital que represente).
Vemos, por lo tanto, como en Gaia se evidencian improbabilidades en la distribución de moléculas a
escala global de características nítidas e indudablemente diferenciadas, tanto del estado de régimen
permanente, como del equilibrio conceptual.
Será de utilidad que, para empezar, establezcamos claramente los pormenores de una Tierra, primero
en estado de equilibrio y luego en el inerte estado de régimen permanente. Necesitamos también establecer
que se entiende por equilibrio químico.
El estado de desequilibrio es aquel del cual, al menos en principio, es posible extraer alguna energía,
como cuando un grano de arena cae de un lugar más alto a otro más bajo. En el equilibrio, por el contrario,
no existen estas diferencias, no hay energía disponible. En nuestro pequeño mundo de granos de arena las
partículas fundamentales eran, efectivamente, idénticas o muy parecidas, pero el mundo real contiene más de
un centenar de elementos químicos que pueden combinarse de muchas formas diferentes. Unos pocos el
carbono, el hidrógeno, el oxígeno, el nitrógeno, el fósforo y el azufre- se interrelacionan en número casi
infinito de combinaciones. Son más o menos conocidas, sin embargo, las proporciones de todos los
elementos del aire, el mar y las rocas de la superficie terrestre. Conocemos también la cantidad de energía
liberada cuando cada uno de estos elementos se combina con otro y cuando tales compuestos se combinan a
su vez. Suponiendo, por tanto, que existe una fuente, de alteración aleatoria y continua el viento de nuestra
playa podemos calcular cual será la distribución de los compuestos químicos cuando se alcanza el estado de
mínima energía, en otras palabras el estado a partir del cual no hay reacción química que pueda producir
energía alguna. Cuando realizamos este cálculo" (naturalmente, con la ayuda de un computador) obtenemos
unos resultados que son aproximadamente los que muestran la Tabla I (p. 5 1).
Sillen, el distinguido químico sueco, fue el primero en calcular cual sería el resultado de llevar las
substancias de la Tierra hasta el equilibrio termodinámica, obteniendo unos resultados, confirmados
posteriormente por muchos otros.
Es uno de esos ejercicios en los que, contando con la ayuda de un computador para realizar la tediosa
parte de caculo, la imaginación puede volar libremente. Para alcanzar el estado de equilibrio a escala de la
Tierra, es necesario aceptar ciertos presupuestos formidablemente irreales: hemos de imaginar que el mundo
ha sido de algún modo confinado dentro de un envoltorio aislante que, a modo de termo cósmico, lo mantiene
a 150 C. Los, componentes del planeta son entonces cuidadosamente mezclados hasta completar todas las
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reacciones químicas posibles, extrayendo la energía por ellas liberada para mantener constante la temperatura.
El resultado final seria un mundo cubierta capa oceánica carente de todo oleaje, sobre la cual atmósfera rica
en dióxido de carbono y desprovista de nitrógeno. El mar, muy salado, tendría un lecho comp uesto de sílice,
silicatos y minerales cretáceos.
La composición química exacta y la configuración de nuestro imaginario mundo en equilibrio químico
son menos importantes que la absoluta carencia de fuentes de energía: ni lluvia, ni olas o mareas, ni
posibilidad de reacción química que produzca energía alguna. Es muy importante para nosotros entender que
un mundo así tibio, húmedo, con todo lo necesario a mano nunca sería albergue de vida, imposible sin un
continuo, aporte de energía solar que la sustente.
Este abstracto mundo en equilibrio difiere significativamente de lo que podría ser una Tierra inerte: la
Tierra, en primer, lugar, continuaría girando sobre sí misma y alrededor del Sol. estando por consiguiente
sometida a un poderoso flujo de energía
Tabla 1 . Comparación entre la composición de los océanos y el aire del
mundo actual y la que tendrían en un hipotético mundo en equilibrio químico
Componentes principales por ciento
Substancia Mundo Mundo
actual en equilibrio
AIRE Dióxido de carbono 0,03 99
Nitrógeno 78 0
Oxígeno 21 0
Argón 1 1
OCEANO Agua 96 63
Sal 3,5 35
Nitrato sódico vestigios 1,7
Radiante, capaz de descomponer moléculas en las capas más exteriores de la atmósfera. Tendría, además,
una alta temperatura interior mantenida por la desintegración de elementos radiactivos procedentes de la
cataclísmica explosión nuclear de cuyos restos se formó la Tierra. Habría nubes, Lluvia y posiblemente
pequeñas extensiones de tierra firme. Suponiendo el rendimiento Actual, los casquetes polares
probablemente no existieran, porque este mundo sin vida de régimen permanente contendría una gran
cantidad de dióxido de carbono, perdiendo por ello el calor más lentamente que nuestro mundo real.
Un mundo inerte contaría con algo de oxígeno, procedente, de la descomposición de moléculas de
agua en las capas superiores de la atmósfera (los muy ligeros átomos de hidrógeno escaparían al espacio); la
cantidad exacta, motivo de discusión, dependería del ritmo de aparición en superficie de materiales reductores
subcorticales y de la cantidad de hidrógeno que regresa espacio. Sabemos con seguridad, sin embargo, que de
haber oxígeno, sería tan sólo en cantidad mínima, algo así como el contenido actualmente en Marte. Este
mundo dispondría de eólica e hidráulica, pero la química sería sumamente escasa. No podría obtenerse nada
ni remotamente parecido a un Aun suponiendo vestigios de oxígeno en la atmósfera, no habría nada que
quemar en 61, y si dispusiéramos de combustible, el oxígeno atmosférico necesario para prender algo es de un
12 por ciento, cantidad muy superior al pequeñísimo porcentaje de un mundo sin vida.
Aunque este mundo inerte es distinto al mundo en equilibrio, las diferencias entre ambos son
insignificantes en relación a las obtenidas comparando cualquiera de ellos con nuestro mundo vivo de hoy.
Las relativas a la composición química de aire, mar y tierra son materia de posteriores capítulos. Aquí nos
interesa señalar que la energía química está disponible en cualquier punto de nuestro planeta actual, y que son
pocos los lugares en los cuales es imposible encender fuego; en realidad, bastaría tan sólo un aumento de
aproximadamente el 4 por ciento en el nivel atmosférico de oxígeno para poner al mundo en peligro de
conflagración. Cuando el nivel de oxígeno alcanza el 25 por ciento, hasta la vegetación húmeda sigue
ardiendo una vez que la combustión ha empezado, de tal modo que un bosque incendiado por un rayo seguiría
quemádose ferozmente hasta que todo el material combustible hubiese sido consumido. Estos mundos de
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novela de cienciaficción con estimulantes atmósferas ricas en oxígeno son eso, mundos de ficción: bastaría el
descenso de la nave del protagonista para hacerlos arder como teas.
Mi interés por los fuegos y por la disponibilidad de energía química libre no se debe a ninguna
extraña fijación o soterrada tendencia pirómana, sino a que, en términos químicos, la intensidad de la energía
libre (la energía que proporciona una hoguera, por ejemplo) mide cuán diferente es lo que estudiamos. Sólo
ella hace ya nuestro mundo (incluso sus áreas desprovistas de vida) perfectamente distinguible del mundo en
equilibrio y del mundo de régimen permanente. Los castillos de arena desaparecerían en un día de la Tierra si
no hubiera niños para construirlos. Si la vida se extinguiera, la energía libre disponible para encender fuegos
desaparecería tan pronto, comparativamente, como el oxígeno del aire. Tal proceso se cumpliría en
aproximadamente un millón de años, lapso temporal insignificante para la vida de un planeta.
Lo fundamental, pues, de mi argumentación, es esto: de igual modo que los castillos de arena no son
consecuencia accidental de fenómenos tales como el viento o las olas, naturales pero abiológicos, tampoco lo
son los cambios químicos experimentados por la composici6n de la corteza terrestre que hacen posible la
combustión ígnea. Podría pensar, lector, que todo esto esta muy bien: la idea de que muchas de las
características abiológicas de nuestro mundo, como la posibilidad de encender fuego, son consecuencia
directa de la presencia de vida está respaldada por un argumentos convincente, pero ¿cómo nos ayuda esto a
reconocer la existencia de Gaia? Mi respuesta es que, allí donde las situaciones de profundo desequilibrio,
como la presencia de oxígeno y metano en el aire o de árboles en el suelo son de alcance global, estamos
vislumbrando algo de tamaño planetaria capaz de mantener inalterada una distribución molecular altamente
improbable.
Los mundos inertes que he modelado para compararlos a nuestro mundo viviente están, obviamente,
poco definidos: los geólogos podrían cuestionar la distribución de elementos y compuestos. Es, sin duda,
tema abierto a discusión la cantidad de nitrógeno que contendría un mundo inerte. Sería particularmente
interesante tener datos sobre el contenido de nitrógeno de Marte; saber si este gas ha escapado al espacio,
como el profesor Mc Elroy de Harvard ha sugerido o si se halla en la superficie del planeta químicamente
ligado a otros elementos (formando nitratos, por ejemplo). Marte podría ser muy bien el prototipo de un
mundo de régimen permanente desprovisto de vida.
Consideremos ahora las otras formas de construir un mundo de esta índole y comparémoslas luego con
el modelo ya discutido. Supongamos una total falta de vida en Marte y Venus e interpongamos entre ellos un
hipotético planeta inerte que ocupara el lugar de la Tierra. Una buena forma de imaginar sus características
fisicoquímicas respecto a sus vecinos sería hacerlo en términos de un país imaginario situado a mitad de
camino entre Finlandia y Libia. La composición. Atmosférica de Marte, la Tierra, Venus y nuestro hipotético
planeta abiológico está detallada en la Tabla 2.
La segunda forma es suponer que, una de esas profecías cuyo mensaje es el fin inminente de nuestro
planeta, se hace realidad y que en la Tierra perece toda vida, hasta la última espora de la bacteria anaerobia
más profundamente enterrada (no hay posibilidad alguna de que una devastación de tal grado se produzca,
pero imaginemos que así ha sido). Para completar con propiedad el cuadro y seguir paso a paso los cambios
del decorado químico durante la muerte de nuestro planeta, necesitamos idear un proceso que acabe con la
vida sin alterar el entorno físico; dar con algo tan definitiva represente, a pesar de las profecías de muchos
ecologistas, un problema prácticamente insoluble.
Tabla 2
Gas Planeta
Venus Tierra Marte Tierra
sin vida tal como es
Dióxido de carbono 98% 98% 95% 0,03%
Nitrógeno 1,-9% 1.9 2,7% 79%
Oxígeno vestigios vestigios 0,13% 21%
Argón 0,1% 0,1% 2% 1%
Temperaturas de
superficie (en I C) 477 290±50 53 13
Presión total 90 60 0064 1,0
(en bares) 0309 0309 3 5
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Se habla de la amenaza de los aerosoles para la capa de ozono; al desaparecer, nada impedirá que una
avalancha de letal radiación ultravioleta procedente del sol “destruya completamente la vida sobre la Tierra”.
La eliminación total o parcial de la capa de ozono que envuelve a la Tierra tendría muy desagradables
consecuencias para la vida tal como la conocemos. Muchas especies, incluyendo al hombre, padecerían
daños y otras serian destruidas. Las plantas verdes, principales productoras de alimentos y oxígeno, sufrirían’
deterioro, pero se ha demostrado recientemente que ciertas especies de algas azulverdes, transformadoras
primarias de energía en los tiempos antiguos y en las playas modernas, son extremadamente resistentes a las
cortas ondas de la radiación ultravioleta. La vida de este planeta es una entidad recia, robusta y adaptable;
nosotros no somos sino una pequeña parte de ella. Su fracción más esencial está constituida probablemente
por el conjunto de criaturas que habitan los lechos de las plataformas continentales y que pueblan el suelo
inmediatamente bajo la superficie. Los animales y las plantas de gran tamaño son relativamente irrelevantes;
resultan quizá comparables a ese grupo de elegantes vendedores y modelos glamorosas que se encargan de
presentar un producto. Pueden ser deseables pero no esenciales. Son los esforzados trabajadores microbianos
del suelo y los lechos marinos los que mantienen las cosas en marcha, y la opacidad de sus respectivos medios
los pone a salvo de la más intensa radiación ultravioleta.
Las radiaciones nucleares tienen posibilidades letales: si una estrella próxima se convierte en una
supernova y explota ¿no esterilizara a la Tierra la intensa radiación cósmica? ¿Y qué sucedería si, en el
transcurso de una guerra total, el armamento nuclear es utilizado a discreción? Pues que, como en el caso
anterior, la especie humana y los animales grandes se verían seriamente afectados, pero para la mayor parte de
la vida unicelular tales acontecimientos ni siquiera se habrían producido. Se ha investigado repetidamente la
ecología del atolón Bikini para ver si el alto nivel de radiactividad consecuencia de las pruebas nucleares allí
realizadas ha perjudicado la vida del arrecife coralino, comprobándose su escaso efecto, salvo donde la
explosión había volado el suelo fértil dejando al descubierto la roca.
A finales de 1975, un comité formado por ocho miembros distinguidos de la Academia Nacional de
Ciencias norteamericana, auxiliado por otros cuarenta y ocho científicos de reconocida competencia en
materia de explosiones nucleares, publicó un informe donde se decía que si, con motivo de una guerra, se
detonara la mitad de los arsenales nucleares del mundo unos 10.000 megatones los efectos sobre gran parte
de los ecosistemas humanos del mundo sería pequeño al principio y despreciable en menos de treinta años.
Tanto agresores como agredidos quedarían localmente devastados, pero las áreas alejadas de los blancos y los
ecosistemas marinos y costeros, de especial importancia para la biosfera, sufrirían alteraciones mínimas.
Hasta la fecha, el informe sólo parece contener un punto susceptible de crítica y es su afirmación de
que el principal efecto global sería la destrucción parcial de la capa de ozono debido a los óxidos de nitrógeno
generados en el calor de sus explosiones nucleares. Sospechamos actualmente que esta aseveración es falsa,
que los óxidos de nitrógeno no representan una amenaza demasiado importante para el ozono estratosférico.
Cuando el informe se dio a conocer, Norteamérica experimentó una extraña y desproporcionada preocupación
por la capa de ozono, porque si bien la extrapolación quizá termine resultando cierta, sigue siendo una
especulación basada en pruebas muy débiles. Hoy por hoy, parece todavía que una guerra nuclear
generalizada, aunque pavorosa para las naciones en conflicto y sus aliados, no supondría la total devastación
tan a menudo descrita. Ciertamente no significaría gran cosa para Gaia. El informe fue criticado lo es aún
moral y políticamente, y se calificó de irresponsable, alegándose su carácter estimulante para los
planificadores militantes más belicosos. Parece que eliminar la vida de nuestro planeta sin modificarlo
físicamente es poco menos que imposible. Sólo nos quedan los supuestos ficticios: construyamos pues un
apocalíptico decorado en el que toda la vida de la Tierra, hasta la última espora, haya sido eliminada.
El doctor Intensli Avid es un científico devoto que trabaja para una floreciente organización
dedicada a la investigación agrícola, al que afectan sobremanera las pavorosas fotografías de niños
hambrientos publicadas en los boletines Oxfam. El doctor Avid está decidido a consagrar sus conocimientos
y su talento a la tarea de incrementar la producción mundial de alimentos, especialmente en esas zonas
subdesarrolladas donde se han tomado las mencionadas fotografías. Su plan de trabajo se basa en la idea de
que el retraso sufrido por la agricultura de estos países se debe, entre otras cosas, a la falta de fertilizantes;
sabe también que, para las naciones industrializadas, no es fácil producir y exportar fertilizantes sencillos -
nitratos, fosfatos en cantidades suficientes para que resulten de utilidad. Es consciente, por otra parte, de que
el empleo exclusive de fertilizantes químicos tiene ciertos inconvenientes. Teniendo en cuenta todo ello, sus
intenciones son servirse de técnicas de manipulación genética para desarrollar cepas bacterianas fijadoras de
nitrógeno muy mejoradas respecto a las existentes. Gracias a ellas el nitrógeno del aire podría ser transferido
directamente al suelo sin necesidad de recurrir para ello a una industria química compleja ni de alterar el
equilibrio edáfico natural.
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El doctor Avid ha consumido gran número de años estudiando pacientemente por qué- cepas muy
prometedoras que hacían maravillas en el laboratorio fracasaban al ser transferidas a los campos de prueba
tropicales, sin que ello desanimara al científico. Un día, escuchando casualmente los comentarios de un
técnico agrícola sobre un tipo de maíz desarrollado en España de magníficos resultados en suelos pobres en
fosfato, tuvo la corazonada de que el maíz, sin ayuda, difícilmente podría darse bien en un suelo de ese tipo:
¿Era posible que hubiera adquirido una bacteria de algún modo captadora de fosfato como la que vive en las
raíces del trébol y fija el nitrógeno del aire- en su beneficio? Avid, al que pronto correspondían unos días de
vacaciones, decidió pasarlos en España, lo más cerca posible del centro agrícola donde se realizaba el trabajo
sobre el maíz, y notificó su llegada a los colegas españoles para discutir juntos el problema. Así lo hizo y, de
vuelta a su laboratorio tras el intercambio de opiniones y muestras, inició inmediatamente el cultivo de éstas,
obteniendo del maíz español un microorganismo móvil con una capacidad para captar fosfato del suelo
superior a todo lo que había visto hasta entonces. No fue difícil para un científico de su competencia
conseguir la adaptación de esta nueva bacteria a fin de que pudiera vivir cómodamente en diferentes cultivos,
en los arroceros especialmente, la más importante fuente de alimento de las áreas tropicales. Las primeras
pruebas de cereales tratados con Phosphomonas avidii realizadas en el centro experimental ingl6s tuvieron un
éxito sorprendente, registrándose incrementos substanciales en el rendimiento de todos sin que se observara la
aparición de efecto adverso alguno.
Llegó el momento de efectuar la prueba tropical en la estación experimental de campo de Quensland del
Norte: un pequeño arrozal fue regado sin más ceremonia con la dilución de un cultivo de P. avidii. La
bacteria, ignorando su anterior matrimonio con el cereal, se unió aquí, adúltera pero fervorosamente, con una
recta y autosuficiente alga verdeazul que crecía sobre la superficie acuática del arrozal. En el cálido entorno
tropical que ponía a su alcance todo cuanto requería un crecimiento explosivo, sus cantidades se duplicaban
cada veinte minutos, sin que los pequeños organismos depredadores normalmente encargados de poner coto a
un desarrollo de esta índole pudieran hacer nada por impedirlo. Era tal la avidez por el fósforo de la
combinación alga-bacteria que el crecimiento de cualquier otra cosa era completamente imposible.
A las pocas horas, todo el arrozal y los circundantes aparecían cubiertos de una substancia iridiscente,
verdosa, que los asemejaba a pútridos estanques de patos. Algo había salido muy mal. Se dio la voz de
alarma y los científicos pronto descubrieron la asociación entre la P. avidii y el alga: Viendo lo que podía
suceder si no actuaban con toda prontitud, tomaron las medidas necesarias para que el arrozal y las vías de
agua afluentes fueran tratadas con un biocida a fin de acabar con la invasora pareja. Aquella noche, el doctor
Avid y sus colegas se acostaron tarde, cansados y preocupados. Cuando tras algunas horas de inquieto sueño
saltaron de sus camas, la luz del amanecer confirmó sus peores pesadillas: la superficie de una pequeña vía de
agua, separada de los arrozales por varios kilómetros y cercana al mar, estaba cubierta de una esponjosa masa
verdegris. Despavoridos, aplicaron por doquier todos los agentes de destrucción a su alcance y, al comprobar
que no podían atajar el avance de la plaga, el director de la estación intentó desesperadamente, pero en vano,
persuadir al gobierno de que evacuara el área en el acto y la esterilizara con una bomba de hidrógeno antes de
que fuera completamente imposible controlarla.
Dos días después, la infección había Llegado a las aguas costeras y entonces fue demasiado tarde. En
menos de una semana, la mancha verde era claramente visible para los pasajeros de los aviones que volaban a
ocho mil metros por encima del Golfo de Carpentería. Seis meses más tarde, gran parte de los océanos y casi
todas las tierras estaban cubiertas por una gruesa capa de légamo verdoso que se alimentaba vorazmente de la
vida animal y vegetal que se podría bajo ella.
Gaia había sido herida de muerte. De igual modo que, con demasiada frecuencia, los seres humanos
perecen a causa del crecimiento incontrolado e invasor de una versión anómala de sus propias células, la
cancerosa asociación alga bacteria desplazaba más y mis la intrincada variedad de especies características de
un planeta vivo y saludable. La casi infinita gama de criaturas que Ilevan a cabo cooperativamente todas las
tareas esenciales para la supervivencia común estaba siendo aplastada por un manto uniforme de verdor,
cerrado a todo lo que no fuera su inextinguible ansia de alimentarse y crecer. Vista desde el espacio, la Tierra
se había transformado en una esfera de un desvalido verde azulado. Agonizante Gaia, desaparecían los
(últimos restos del control cibernético a cuyo cargo está la composición de la superficie y de la atmósfera,
manteniéndolas en el óptimo para la vida. La producción biológica de amoniaco se había interrumpido hacia
tiempo y las grandes masas de materia orgánica en putrefacción incluyendo enormes cantidades del alga
misma- producían compuestos sulfurosos que en la atmósfera se oxidaban transformándose en ácido
sulfúrico. Las Lluvias eran, por consiguiente, progresivamente más ácidas; las caídas sobre las masas de
tierra expulsaban de este habitat al intruso. La falta de otros elementos esenciales empezó a dejarse sentir y a
repercutir más y mis en el crecimiento de la talofita, que fue extinguiéndose gradualmente, sobreviviendo tan
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sólo en escasos hábitats marginales de donde también desaparecería así se hubieron acabado los nutrientes
disponibles.
Examinemos en detalle los pasos que conducirían a la Tierra a transformarse en un planeta yermo de
régimen permanente, teniendo en cuenta que la escala temporal seria del orden del millón de años o más. Las
tormentas y las radiaciones procedentes del Sol y del espacio exterior continuarían bombardeando nuestro
indefenso mundo, rompiendo los enlaces químicos más estables: los elementos alterados se recompondrían en
formas mis próximas al equilibrio. En principio, la más importante de estas reacciones tendría lugar entre el
oxigeno y la materia orgánica muerta. La mitad, aproximadamente, se oxidaría, quedando el resto enterrada
en arenas o lodos. Este proceso se cobraría solamente un pequeño porcentaje del oxigeno: la parte más
cuantiosa iría combinándose, poco a poco pero inexorablemente, con el nitrógeno del aire y los gases
reductores expulsados por los volcanes.
Hemos hablado ya de las Lluvias ácidas, las precipitaciones cargadas de sulfúrico y de nítrico. Pues bien, uno
de sus efectos seria devolver a la atmósfera, en forma de gas, el dióxido de carbono del suelo fijado por los
agentes biológicos en cosas tales como calizas 0 cretas. El dióxido de carbono, decíamos en anteriores
capítulos, es un gas “invernadero”. En pequeñas cantidades, su efecto sobre la temperatura del aire es
proporcional a la cantidad añadida o, como diría un matemático, tiene efecto lineal. Pero cuando la
concentraci6n de C02 atmosférico llega 0 excede al 1 , entran en juego efectos no lineales que provocan
una intensa subida de la temperatura. Al faltar la biosfera que lo fija, la tasa atmosférica de dióxido de
carbono sobrepasaría probablemente esa cifra critica del 1 %, con lo que la Tierra alcanzaría rápidamente una
temperatura próxima a la del agua en ebullición. Esto, a su vez, aceleraría las reacciones químicas
acercándolas todavía más al punto de equilibrio. Entretanto, los bullentes océanos se habrían encargado de
hacer desaparecer los últimos vestigios de la pareja destructora.
En nuestro presente mundo, ascendiendo unos 13.000 metros por encima de la superficie, nos
encontramos con un frío tan intenso que el vapor del agua se hiela casi en su totalidad: su concentración a esa
altura es únicamente de una parte por mi11ón. El escape de este pequeño resto hacia capas superiores donde
puede disociarse. Produciendo oxigeno, es tan lento como para no tener repercusión alguna. La violenta
climatología, empero, de un mundo de océanos hirvientes, generaría probablemente nubes cargadas de agua
que alcanzarían las capas atmosféricas altas, provocando en ellas un incremento de la temperatura y de la
humedad; ello tendría como consecuencia una más rápida descomposición del agua, con mayor liberación de
hidr6geno (que escaparía al espacio) y de oxígeno. La mayor presencia de éste aseguraría, en (última
instancia, la desaparición de virtualmente todo el nitrógeno de la atmósfera, finalmente compuesta de C02 y
vapor, algo de oxígeno (probablemente menos del 1) y argón, gas raro sin función química (es decir, inerte).
La Tierra quedaría, pues, permanentemente envuelta en un capullo blanco brillante de nubes, convirtiéndose
en un segundo Venus, aunque no tan cálido.
La progresión hacia el equilibrio podría seguir, sin embargo, un camino muy diferente. Si, durante el
período de crecimiento frenético, el alga hubiera consumido una gran parte del C02 atmosférico, la Tierra
habría iniciado un proceso de enfriamiento irreversible. De igual modo que un exceso de dióxido de carbono
en la atmósfera provoca sobre calentamiento, su desaparición tiene como consecuencia el desplome de las
temperaturas. La mayor parte del planeta se cubriría de nieves y hielos, muriendo de frío los últimos restos de
esa asociación excesivamente ambiciosa. La combinación química de nitrógeno y oxígeno también tendría
lugar, aunque mucho más lentamente. El resultado final sería un planeta más o menos helado y provisto de
una ramificada atmósfera compuesta por C02 y argón, con trazas únicamente de oxígeno y nitrógeno. Algo,
con otras palabras, semejante a Marte, aunque no tan frío.
No podemos saber con certeza cómo irían las cosas. Si es seguro que una vez destruida la red de la
inteligencia y el intrincado sistema cibernético de Gaia no había forma – de reconstruirlo. Nuestra Tierra
habría dejado de ser el planeta que rompe todas las reglas, el policromo inadaptado repleto de vida para,
muerta ya y emplazada entre Marte y Venus, sus hermanos estériles, ajustarse por siempre a la yerma
normalidad.
Quiero recordarte, lector, que lo precedente es ficción. Como modelo puede resultar científicamente
plausible, si aceptamos la existencia de la asociación bacteria alga, su estabilidad y la imposibilidad de
detener la agresión a tiempo. La manipulación genética de microorganismos en beneficio de la humanidad ha
sido una actividad a la que muchos han dedicado su tiempo y su talento desde la época en que se logró
domesticarlos para realizar tareas del tipo de la fermentación del vino o del queso. Cualquiera que se
consagre a este campo todo granjero en realidad confirmando que la domesticación no favorece la
supervivencia en condiciones no domésticas. Tan vehemente se ha mostrado, sin embargo, la preocupación
pública por los peligros de la manipulación del material genético ADN, que es bueno contar con la
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confirmación de una autoridad como John Postgate respecto a que este pequeño ensayo en clave de SF es tan
sólo un vuelo de la fantasía. El código genético de la vida real, ese lenguaje universal que todas las células
vivas comparten, Lleva inscritos demasiados tabús para que algo así pueda suceder, sin contar con el
complejo sistema de seguridad encargado de que ninguna exótica especie proscrita crezca por su cuenta hasta
convertirse en un floreciente sindicato del crimen. A lo largo de la historia de la vida y a través de innúmeras
generaciones de microorganismos, han debido ser descartadas grandes cantidades de combinaciones genéticas
viables.
La continuidad de nuestra ordenada existencia durante un periodo tan dilatado puede quizás atribuirse a
otro proceso regulador de Gaia, desarrollado para mantener la seguridad genética interna.
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